No he estado nunca en Brasil. No por falta de ganas. A poco más de 7.600 kilómetros que estoy parece un país interesante a través de la pantalla. Playa, selva, samba, carnaval, lugares únicos y gente simpática que habla portugués. Antes de Río 2016 sabía de Brasil lo que cualquiera podría saber más un poquito de haber visto algunos partidos del Brasileirao y todos los del Mundial 2014. Porque si hablamos de deporte, Brasil es fútbol (casi) siempre. Esta vez no. Esta vez le tocaba a su ciudad más mediática organizar el evento más mediático posible: unos Juegos Olímpicos. Esto es ser el escaparate mundial durante medio mes. 16 días para ser exacto. Eso era lo que tenía Río de Janeiro (llamada la ‘Ciudad Maravillosa’) que aguantar la sonrisa ante todos (casi 32 millones en España) y dar su mejor versión. Y tras lo visto en estos recién acabados Juegos, espero que esta no haya sido ni su mejor sonrisa ni su mejor versión.
Más allá de fallos puntuales como el verde de las piscinas o la cámara que cayó sobre dos viandantes, me queda la sensación de caos. De continuas quejas de deportistas, periodistas y espectadores sobre el tráfico, las colas para todo o la peligrosidad de la ciudad. Aspectos organizativos que dejan en mal lugar a la segunda ciudad más poblada del quinto país más poblado del mundo. Una megalópolis que tenía la oportunidad de atajar las críticas (internas y externas) y que debía haber aprendido del fiasco logístico que fue el Mundial de fútbol de hace dos veranos.
Sé que organizar unos Juegos no es fácil aunque seas Río de Janeiro, pero llenar estadios, pabellones y pistas de un evento al que todos queremos ir, me temo que sí lo es. Pues ni eso le podemos felicitar al comité organizador, ya que ver gradas semivacías (incluso en la ceremonia de clausura) fue tónica habitual en estos XXXI Juegos Olímpicos. Los altos precios y los desquiciantes accesos a los recintos parecen los principales culpables de ello. O sea, la mala planificación.
Menos mal que estaban los deportistas. Los protagonistas han hecho olvidar el mal contexto en que compitieron a base de batir récords mundiales (once) y convertir Río 2016 en un acontecimiento que será recordado por el altísimo nivel que tuvieron y ser la despedida de leyendas como Michael Phelps o Usain Bolt. Ellos eclipsaron los defectos de una ciudad que debe reflexionar sobre cómo desaprovechó una oportunidad única, que tiene que pedir dinero para sufragar los Juegos Paralímpicos (del 7 al 18 de septiembre) y que se muestra más como un Río revuelto que como una ‘Cidade Maravilhosa’.