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Atlético

Nunca jures lealtad

“No podía irme al Real Madrid. Soy una persona honesta. El
Atlético es mi club, el que me lo ha dado todo”, afirmaba Lucas Hernández hace
apenas medio año. “Este equipo me lo ha dado todo. Si me ofrecen renovar, no
tendría ningún problema en estar muchos años”, admitió el verano pasado. Solo
meses después, Lucas Hernández ya no está, pese a la oferta que sí se le hizo
para permanecer muchos años más.

Pasó con Filipe Luis, que se marchó por la puerta de atrás
cinco meses después de soltar que “en otro equipo ganaría más dinero y quizás
más títulos, pero no sería tan feliz como aquí, espero seguir muchos años”.
Pasó con el Kun Agüero, que tras jurar amor eterno se le terminó acabando la
pasión de manera repentina. Pasa con tantos y tantos…

Estamos en pleno siglo XXI, el fútbol es negocio, es
trabajo, es una forma de vivir la vida como uno quiere. Es 99% dinero, 1%
sentimiento. Eso, las sensaciones de pertenencia, de amor desosegado, son solo
parte de la afición. E incluso cada vez menos. Yo ya no sé si el problema es
del jugador tribunero que regala palabras bonitas o del aficionado que se las
cree.

Y es que el aficionado, ingenuo, también tiene su parte de
culpa. Critica al jugador que se va de un club a otro a ganar más dinero, pero no
duda en jugar con su futuro en su ideal y pedir su traspaso si le viene en
gana.

En el fútbol de hoy en día intervienen muchos factores. La
del jugador es una carrera corta, exigente, pero corta. Te da la posibilidad de
conocer otras culturas, de vivir en otros países, de disfrutar de otras ligas y
de aprovechar cualquier estructura que sea idónea. Están quienes buscan retos
personales engrosando entorchados en distintos campeonatos, y quienes prefieren
ser fieles a unos colores y tener una estabilidad marcada. Están los intereses
de los agentes y de los propios clubes. Todos ganan en este tipo de
operaciones, por lo que lo raro ya es ver muchachos toda una vida defendiendo
la misma camiseta. Así está hecho el juego.

El aficionado ruega al jugador que se bese el escudo. Si no
lo hace, malo. Si lo hace, peor. El aficionado critica al jugador por su
pasado, una crítica que se va por el retrete en apenas dos puestas en escena de
calidad de dicho jugador. Estamos en la década de quemar camisetas, sin darnos
cuenta que el escudo de delante es mucho más importante que el nombre de
detrás, y en ambos acaban en la misma ceniza.

Hay quien no entiende que Alessandro Del Piero, que
permaneció en Segunda con la Juventus y pasó casi 20 años en la Juventus,
decidiera tomarse la licencia de jugar en Australia y la India antes de colgar
las botas. Hay quien no perdona que Frank Lampard, leyenda viva del Chelsea,
defendiera unos meses la camiseta del Manchester City. Hasta Le Tissier, que
rechazó públicamente a los gigantes en numerosas ocasiones, tiene detractores
por haber jugado al término de su carrera una docena de partidos con un equipo
de quinta división (National League).

Hay quien jamás le perdonará a Fernando Torres haber salido
del Atlético en 2007, en una decisión que benefició a las tres partes
implicadas. Fernando, que es el Atlético de carne y hueso, tomó una decisión.
¿O es que acaso debería condicionar toda su carrera deportiva por ser hincha de
una pasión desmedida rayada en rojo y blanco?

Es el aficionado el que engrandece la figura de un
futbolista que no es más que un currito, que vive en una burbuja futbolística
donde se maneja una cantidad de dinero ingente. Y ya es sabido que el dinero
todo lo puede. No hay nada que no tenga precio.

Quizás, por eso, los futbolistas deberían estar más
robotizados de lo que son. O todo lo contrario, ser más naturales, no engañar a
nadie. Y quizás, seguro, el aficionado debería de una vez despertar y no rendir
pleitesía al primero que se enfunde esa camiseta que tanto se dice amar y que
tan poco cuesta luego hacer arder. Pasan los años, pasan los jugadores. 

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