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Fútbol sudamericano

Tomás Carlovich, el Maradona que no fue

Cuando Diego Armando Maradona aterrizó en Newell’s allá por el año 1993, los medios y la presión popular se agolpaban la provincia de Santa Fe en masa para recibir al que, sin duda, era el mejor jugador de todos los tiempos. Ante la confesión de un periodista canalla que le demostraba su orgullo por recibir al mejor de siempre en su club de cuna, Maradona fue claro y tajante: «Yo creía que era el mejor, pero el mejor ya jugó aquí y es un tal Carlovich».

Tomás Felipe Carlovich (Rosario, 1949) fue siempre un genio incomprendido. Solitario, de gusto extraño, poco social, era un eslabón que no encajaba en la sociedad. Le llamaban Trinche, pero él no sabe ni cuándo surgió el apodo ni por qué. Acostumbrado a poner excusas para evitar compromisos que no le apetecía vivir. Fue un futbolista que no encontró su sitio en la época que le tocó vivir, en la que el fútbol argentino experimentaba los cambios hacia un deporte mucho más profesional cimentado en el trabajo físico, el rigor y la disciplina. Dicen aquellos que le vieron jugar que hacía las mismas cosas que hizo después Maradona y que hace ahora Messi. Era zurdo como ellos, nacido en la tierra del segundo. Carlovich era un volante ofensivo sin oficio pero con talento, de vagancia extrema pero de un don innato. Poseía el magnetismo y la bravura de Fernando Redondo y la pausa y la inteligencia de Juan Román Riquelme. Era esa suma de todas las cosas, la de tener un pedacito de los mejores, la que le hacía un jugador único.

Su nombre en Rosario es una leyenda, un mito que agranda el simple hecho de que no existe un solo vídeo de sus hazañas y que sus fotos con el balón escasean. Por eso, lo único que nos queda, es el testimonio de aquellos que le vieron jugar, aquellos que compartieron equipo con él. Dicen que posee un récord no registrado, que estuvo 10 minutos seguidos sin que un rival fuera capaz de robarle la pelota durante un partido. Su firma era el caño doble o caño de ida y vuelta. Le hacía un túnel al rival y cuando este se giraba le volvía a hacer otro. «Aquí en Rosario se han inventado un montón de cosas acerca de mí. Pero no son verdad… A los rosarinos les gusta contar cuentos. Algún caño de ida y vuelta habré hecho, pero no es para tanto».

Su nombre se dio a conocer en 1974, cuando jugaba en Central Córdoba, el equipo de su vida después de que Newell’s le maltratara en su juventud. La selección argentina que dirigía Vladislao Cap preparaba la Copa del Mundo que se iba a jugar en Alemania y quiso la casualidad que fuera Rosario el lugar elegido para un partido de preparación. Como si de un partido de barrio improvisado se tratara, los técnicos de Newells y Rosario seleccionaron a los 11 jugadores más destacados de allí: 5 de Newells’, 5 de Rosario y Carlovich, que llevaba la zamarra número 5 ante las más de 30.000 personas que se dieron cita. El baile de los locales fue tal, que para el descanso, con 3-0 a favor de los que estaba liderando Carlovich, Vladislao Cap tuvo que pedir clemencia. Exigió que en la segunda mitad no jugara aquel tipo melenudo que estaba destrozando a un combinado en el que destacaban Ubaldo Fillol, Perfumo o Mario Kempes y que tenía jugadores como Cacho Heredia o Ayala, que venían de jugar la final de la Copa de Europa con el Atlético de Madrid. Carlovich salió en el 60′. El resultado final fue 3-1 para los rosarinos y aquel partido supone el cenit de la leyenda de Tomás Carlovich.

Al día siguiente, Clarín salía así: «¿Quien es Carlovich? Si hace una semana le hubiéramos hecho esa pregunta a cualquier aficionado del fútbol, la mayoría hubiera tardado mucho en responder. Pero la selección fue a jugar con el combinado rosarino y todo el periodismo habló del número 5, principal intérprete de la orquesta que bailó al representativo nacional. La rompió. Toque, túnel, gambeta. Es un superhabilidoso. De esos que llevan la pelota atada y parece imposible que se la quiten».

«Se convirtió en un fútbol de un carácter romántico que ya no existe», acertó a decir Jorge Valdano. José Pekerman admite que es «el futbolista más maravilloso que vi», César Luis Menotti le tilda de soberbio, elegante, «hacía todo lo que hacen los mejores del mundo. Era muy hábil, muy técnico, con una enorme facilidad para el juego». Marcelo Bielsa, rosarino, estudioso del fútbol hasta límites enfermizos, fue durante cuatro años todos los sábados al estadio para ver jugar al Trinche. Pero, si fue tan bueno, ¿Por qué nunca fue conocido más allá del barrio? ¿Por qué apenas jugó un puñado de partidos en Primera? Porque no quiso. Simple y llanamente.

Esa extrañeza en su forma de ser, esa soledad que a él le llenaba, esa inapetencia por lo autoimpuesto. Dicen de él que era vago, que no le gustaba entrenar y que era poco profesional. Él recoge el guante y lo admite. También dicen que salía todas las noches, que tenía gusto por la botella, que bebía y por eso al día siguiente le costaba levantarse para la práctica. Y ahí, Carlovich, difiere. «Me gustaba estar solo, nada más. Pero nunca probé un trago», admite quien dice no tenía vicios, más allá de las mujeres.

Siendo el menor de siete hermanos, de padres emigrantes de la antigua Yugoslavia en lo que hoy conocemos como Croacia, Carlovich ingresó desde pequeñito en la academia de Newell’s Old Boys. Allí fue ascendiendo poco a poco, iluminando a aquellos que jugaban con él y a quienes le veían jugar. Menos a uno, Miguel Ignomiriello, que le tuvo siempre en el punto de mira por su falta de disciplina. Por eso apenas jugó un partido en Primera con los canallas, antes de ser liberado por el técnico para el asombro de sus compañeros. Era 1970. Encontró acomodo en Central Córdoba, el equipo pobre de Santa Fe, siempre a la sombra de los dos gigantes, donde fue ídolo desde el primer día hasta su retirada en 1986, cuando dejó de serlo para pasar a ser leyenda.

La locura en Central era tal que los sábados el estadio estaba lleno como nunca. El ambiente prepartido respiraba fútbol de pasión. Era un ídolo de masas en un equipo de segunda fila argentina. Tal era su impacto, que en un partido el árbitro le sacó una tarjeta roja y ante el griterío de la hinchada, histérica por perderse minutos de aquello por lo que habían pagado una entrada, el trencilla tuvo que reconsiderar su decisión y permitirle seguir en la cancha para incredulidad de los rivales. Rivales que, ante la ausencia de su ficha federativa, sin la que no se puede jugar y la cual no había llegado en un partido contra Andes, hicieron un arreglo y le dejaron salir a la cancha porque, para una vez que iba a jugar en su estadio, no se lo podían perder.

«Mi mayor virtud es que medio segundo antes que el resto, ya sabía dónde iba a ir la pelota», se sincera, tímido, humilde, quien señala que no cambiaría nada de lo que hizo en el pasado. Que esa fue su forma de vivir y de ver la vida y que lo sigue siendo. Tuvo ofertas para ir a jugar a Francia y también al Cosmos de Pelé, quien se rumorea vetó su fichaje por no querer enfrentarse a un jugador quizás con más talento que él. Acabó fichando con Colón de Santa Fe, de la Primera Argentina, pero no duró mucho, apenas un par de partidos en la máxima categoria del fútbol albiceleste. No era aquel su sitio. «Para mí, jugar en Central Córdoba, fue como jugar en el Real Madrid». Menotti, que ganó el Mundial de 1978 como seleccionador de Argentina, le convocó para un partido de clasificación, pero Carlovich no apareció.

Eduardo Galeano habla de él en su obra Fútbol a sol y sombra. El Gráfico le describe así: «era un volante central elegante, virtuoso y algo displicente. De ritmo lento, pero de razonamiento inversamente proporcional a su andar. Carlovich es algo así como el máximo exponente del arco lírico del fútbol argentino«. La voz popular le conoce como El Maradona que no fue, la gente iba al estadio, preguntaba si jugaba Carlovich, y si la respuesta era negativa, se iba. Por eso, sábado tras sábado, la frase más repetida en Rosario era «Hoy juega el Trinche». Tan esperado como la Navidad.

Tomás Carlovich se retiró en 1986 con 37 años, pero siguió jugando fútbol amateur hasta los 54, en la Provincial de Rosario, según afirma Daniel Console, quien escribió su autobiografía El séptimo era duende y que confirma que nunca en su vida bebió otra cosa que no fuera Coca Cola y que la primera vez que fue a pescar estaba ya retirado. Hoy, Carlovich tiene 68 años (aunque los documentos oficiales digan eso él afirma tener tres más), está operado de la cadera y apenas podría volver a golpear una pelota. Por eso, quizás, se emociona cuando le entrevistan y le recuerdan lo que fue y que su único sueño sería «volver a entrar 10 minutos a una cancha». Vive entre la pobreza y la miseria. Deambula por Rosario en soledad, como siempre le ha gustado y malvive con el dinero que para él reúnen sus ex compañeros de equipo. Todos le conocen y raro es el día que alguien no le invita a comer cuando deambula por las calles del barrio. Y ahora solo queda la envidia, los celos de quien soñaría haber conocido y haber visto jugar a un jugador tan especial como carismático, tan mágico como inesperado, tan bueno como los mejores. La desazón de no haber corrido como si el tiempo se fuera a agotar un sábado por la mañana en un barrio de Rosario entre el ruido, entre el cántico único de la ilusión. La pelusa de no haber podido gritar fuerte y alto aquello de «hoy juega el Trinche». Porque cuando Tomás Carlovich saltaba al campo, en Rosario no había nada más.

 

 

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