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Perdonad si insisto, me llamo Evaristo

Una cabellera rizosa abultada, como la cola desplegada de un pavo real que, además, se pasea mientras saca hacia fuera el pecho para reafirmarse a sí mismo a cada instante, a cada toque de balón. La estampa es casi maradoniana, aunque de cuerpo estirado y velocidad mermada, de codos flexionados y manos contoneadas hacia atrás, de regate de cuero cosido, de zurda celestial y casi exclusiva, hasta el punto de tenerla sólo porque nacemos con dos piernas. La suya era una imagen de icono pop, bohemia, en uno de esos genios divisores de opinión, tan fervorosamente amados como radicalmente incomprendidos y con méritos de sobra justificados para sostener con creces ambas vertientes ideológicas. Un talento puro, irreverente, indomable.

«¿Hoy jugaremos con diez o jugaremos con doce?», se preguntaban sus compañeros antes de cada partido. El fútbol de Evaristo Beccalossi nació en el Calcio de finales de los setenta, se desarrolló en el de principios de los ochenta y murió de forma prematura. Un ciclo breve pero célebre, dentro de un contexto global marcado claramente por estructuras corales muy físicas, tanto que podían sujetar a mediapuntas de amplia libertad de movimientos y con claros déficits de intensidad física como era el caso de Beccalossi, quien debe buena parte de sus años en la élite a Marini, Oriali y Beppe Baresi, encargados de correr los kilómetros que él no corría.

Un tipo de futbolista abrazado a la pura improvisación y a la pura creatividad, que justo cuando empezó a proliferar comenzó a ser visto con recelo, especialmente en el ámbito de la Nazionale -con la que Beccalossi nunca llegó a jugar ni un solo partido-, en una decisión táctica general que quedaría ampliamente refrendada con el triunfo en el Mundial de 1982, del que Bearzot excluyó a Beccalossi no sin feroces críticas.

Eran tiempos de imagen granulada y colores saturados, de estadios italianos llenos a rebosar, de papelitos desde las gradas, de pantalones cortos, de publicidad de vermouth, de patadas sin cámaras de ángulo contrario, de discusiones de bar y no de VAR. Era la época del ocaso de Rivera, del cénit de Antognoni o Platini. Tres fantasistas de postín en cuya especie perfectamente podría encajarse ‘Dribblossi’ -como lo rebautizó Gianni Brera por su facilidad para el dejar en el molde a sus marcadores-, pero con una diferencia tan palpable como extrema con respecto a ellos: Beccalossi era de los otros, de la estirpe de los Meroni o los Best, de los irregulares, de los bohemios, de los desheredados, de los inadaptados.

Lo explica mientras lo canta Enrico Ruggeri -gran tifoso interista- en su canción ‘Il fantasista’: «Yo soy aquel al que hay que mirar cuando tengo ganas de jugar, soy esclavo del artista que hay en mí, dadme el balón, no habléis y venid después corriendo a abrazarme. Soy el último egoísta porque soy un fantasista, hago todo lo que vosostros querríais hacer». Y también lo explicaba sin necesidad de melodía tras confirmar que su tema estaba dedicado e inspirado en Beccalossi, Best, Maradona y Meroni: «Los elegí porque eran anticonformistas como yo. ¿Por qué no me inspiré en Rivera o Platini? Porque los otros cuatro son los irregulares del fútbol, no habrían aceptado nunca convertirse en políticos, dirigentes o promotores de un Mundial, porque el verdadero fantasista es el que se rebela ante las reglas de la disciplina. Como el ‘Becca’, un grande. Si hubiese sido más constante habría alargado su carrera. Sin embargo, no tuvo ninguna necesidad de hacerlo, ya le iba bien así. Un genio».

Tal vez Beccalossi sea el último italiano de esta estirpe hasta el auge y caída de Cassano y, sin duda, fue el heredero a nivel nerazzurro de las grandes zurdas de ‘Nacka’ Skoglund y Mario Corso hasta la irrupción de otro talento inconstante como el del ‘Chino’ Recoba. Los cuatro pies izquierdos más técnicos e inventivos de la historia del ‘Biscione’. De Evaristo Beccalossi, campeón del Scudetto de 1980, su único gran título con el Inter al que se acota toda su leyenda (1978-84), se cuentan muchas hazañas y anécdotas para la posteridad. Otras muchas las cuenta él mismo. Y lo mejor es que todas fueron ciertas.

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«Mereghetti (exjugador nerazzurro y ojeador por aquel entonces) fue quien me captó para el Inter. Lo hizo tras una jugada en la que hice cinco regates, me planté solo delante del portero y tiré fuera. Lo bueno fue que aquellos cinco regates convencieron a Sandro Mazzola de contratarme. Llegué a Milan con un año de retardo porque durante la mili no quise ir a la selección militar. No era antimilitarista, tenía miedo de los aviones y los helicópteros. Aquella selección iba a jugar en estos medios y yo, por prudencia, preferí ser asignado a un cuartel en Bolonia, donde se comía muy bien. Engordé seis o siete kilos. Perdí un año», contaba Beccalossi hace años al Corriere dello Sport.

«Recuerdo cuando finalmente llegué a Milán. Estaba emocionado. Me acompañó mi padre con el Fiat Seicento. Había una niebla tremenda. Mi padre estaba más tenso que yo. Firmé el contrato de inmediato, nada más ver sobre el folio la inscripción ‘F.C. Internazionale’. Ni siquiera habían escrito la cifra de mi sueldo, pero tenía muchísimo miedo de que se lo pudiesen pensar y finalmente no me fichasen«.

Beccalossi era un futbolista capaz de lo mejor y de lo peor. No era raro que el míster, Eugenio Bersellini, lo obligase a concentrarse en solitario antes de algún partido especialmente importante. Como lo fue el derby della Madonnina de octubre de 1979, terminado 2-0 para el Inter, cuando el ‘Becca’ le hizo dos goles al eterno rival y tras anotar el segundo tanto les espetó al portero Enrico Albertosi y a los defensas rossoneri«Perdonad si insisto, me llamo Evaristo». Aquella lluviosa tarde, en la que San Siro registró el récord de taquilla de su entonces más de medio siglo de historia, Beccalossi cinceló en piedra con aquella doppietta un mito que todavía perdura y reafirmó su condición de irrefutable fuoriclasse.

«Me pedían que me comportase como un atleta perfecto, pero tenía 24 años y quería divertirme. En aquella época iba a todos lados, no me contenía. Era demasiado feliz, la vida explotaba a mi alrededor. ¿Cómo no serlo? Sé que actualmente el fútbol se ha convertido en un negocio y los equipos en empresas, pero si se pierde el aspecto lúdico y poético, el fútbol se convierte en la industria del metal»

Alternaba días de gloria con otros mucho menos gloriosos. Casi tan célebre como su actuación en aquel derbi fue la noche en la que falló dos penaltis contra el Slovan de Bratislava en la ida de octavos de final de la Recopa 1982/1983. «Aquel también fue un partido mágico, magia de brujas, pero magia al fin y al cabo. Fallé un penalti y cinco minutos más tarde nos dieron otro y yo me hice a un lado. Era el especialista del equipo pero ya había fallado uno. Los compañeros me dieron ánimos, me encorajinaron. Estaba mortificado por el primer penalti, pero no quise traicionar su confianza. Y tiré. Y fallé. Fallé otra vez. Me quería morir. Me daba terror que los tifosi dejasen de quererme, por fortuna acabamos ganando».

Pese a la práctica unanimidad de la grada del Inter, Beccalossi era, en el fondo, tan querido como odiado, incluso por sus propios compañeros de equipo. «Me soportaban con cristiana resignación. Oriali, cada vez que me pasaba el balón de cerca, me decía ‘nos estamos rompiendo el culo por ti, así que a ver si te inventas algo y nos haces ganar’. Ellos se sacrificaban toda la semana, incluido el domingo, y yo, en el día santificado, les debía recompensar. A menudo lo conseguía y por eso me estimaban».

Su brillo en el Inter comenzó a apagarse cuando el club fichó al alemán Hansi Müller después del Mundial de España, un centrocampista de su mismo ratio de acción con el que enseguida chocó, aunque solamente dentro del campo. «En el campo no nos podíamos ni ver, pero fuera éramos y aún somos amigos. Soy sincero: en el césped sufría su carisma. El se ponía en el centro del campo, donde quería estar yo, y me obligaba a jugar veinte metros más adelante. No lo soportaba». Tal era su animadversión compartiendo titularidad que Beccalossi llegó a espetar a los medios que era «mejor jugar con una silla que con Müller porque al menos la silla cuando le lanzas la pelota de vez en cuando te la devuelve». Los dos salieron del club en 1984. Beccalossi tenía 28 años recién cumplidos, pero su chispa se apagó.

Los últimos años fueron tan propios de su mentalidad como impropios de su enorme talento. Apenas jugó la temporada siguiente cedido en la Samp, junto a Bersellini. Se marchó una temporada después a Serie B, al Monza, del que era vicepresidente Adriano Galliani, y el equipo quedó último. Regresó a Brescia y a la Serie A en 1986, pero el club en el que se formó también acabó descendiendo. Estuvo otro año con los biancazzurri en Serie B antes de poner rumbo, también en la segunda categoría, al Barletta de Apulia, hoy en regional pugliese. «Tenía 33 años y todavía conservaba fútbol en las piernas, pero no me quisieron dar la carta de libertad y por despecho me fui a un equipo de regional y abandoné por siempre el profesionalismo».

Lo cierto es que Beccalossi ya no era Beccalossi desde hacía tiempo. Jugó un año en el Pordenone -también saldado con descenso- y otro en Breno, ambos en Serie D, antes de dejarlo definitivamente, sin saber muy bien qué hacer después. Pasó a dedicarse a la venta, como comercial de Sony, trabajo que compaginaba con la labor de comentarista televisivo, primero a nivel regional y después a escala nacional. «El sufrimiento que no aprendí en el campo, lo aprendí vendiendo walkman, memorizando el catálogo de productos por las noches. Un sacrificio con algunas ventajas, como las caras de los clientes cuando me veían. ‘¿Es usted? ¿Y vende grabadoras?’. Sí soy yo y es un trabajo muy digno. Y muchos me las compraban porque era Beccalossi, y no solo los interistas», explicaba en 2003 a La Reppubblica.

Todos cambiamos -o maduramos, como la mayoría lo llamamos para no tener que rechazar a nuestro propio yo contemporáneo- y Beccalossi también acabó haciéndolo. Fue candidato al Consejo Regional en la lista de la Unión Democrática Cristiana y de Centro en las elecciones lombardas de 2013, aunque no resultó elegido, consejero del presidente del Taranto, presidió el Lecco durante dos años y ahora es director del área técnica del Brera FC, en Promozione, el sexto nivel del fútbol en Italia. Un intento de político y varias veces dirigente de club, ‘traicionando’ así en cierto forma, el sentido de los versos que Enrico Ruggieri le escribió. Pese a ello, el recuerdo de su figura y de su fútbol nunca le darán la espalda a la letra de la canción ‘Il fantasista’, a su condición privilegiada como tal. «Mi vida debe ser una invención continua». Exactamente, ahí sí, como lo era su juego en el campo. En eso nada ha cambiado.

Sevilla. Periodista | #FVCG | Calcio en @SpheraSports | @ug_football | De portero melenudo, defensa leñero, trequartista de clase y delantero canchero

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