Newcastle está de moda. Ser el equipo más rico del mundo tiene sus consecuencias. Ahora, la mitad del panorama fútbol deseará ser del Newcastle y la otra mitad lo detestará. No será de extrañar si, de aquí a un par de años, el chándal del equipo del noreste de Inglaterra se ve con asiduidad en los parques y si, en los videojuegos, elegir a las urracas será una prioridad. La salida de Mike Ashley sacó a sus aficionados a la calle y la llegada de inversión saudí ha puesto al club del Toon en el foco mundial. El equipo, Top5 en la clasificación histórica del fútbol inglés hasta la llegada de Ashley, en 2007, siempre disfrutó la grandeza de acabar los campeonatos en posiciones altas y el orgullo de tener en sus plantillas a jugadores del calado de Shearer, Keegan, Gascoigne, Ginola o Solano. Pero hubo uno que apenas pudo jugar un puñado de partidos y que bien podría haber estado en esta nómina de históricas leyendas.
Cuando Paul Ferris era un niño, solo podía pensar en cuatro cosas: la salud de su madre, enferma de gravedad; The Troubles, los problemas ideológicos en su Irlanda natal; la Iglesia católica, de la que le obligaban a ser partícipe por tradición familiar pese a no estar convencido del todo; el fútbol, la única vía de escape a todos sus problemas. Paul Ferris nació en 1965 en Irlanda del Norte. En 1981, con solo 16 años y 294, se convirtió en el futbolista más joven en la historia en debutar con el Newcastle United FC (récord que luego le quitaría Steve Watson por apenas dos meses) y antes de cumplir los 20 ya estaba retirado por una gravísima lesión de rodilla. Ferris, que compartió sus años futbolísticos con Kevin Keegan, Phil Beardsley y un incipiente Paul Gascoigne, luego se licenció abogado y fisioterapeuta y acabó ejerciendo de esto último en club durante 14 años.
Cuando Paul tenía tres años, el conflicto irlandés estalló de lleno. Él, que vivía en Lisburn, creció en una familia católica y nacionalista en una comunidad que odiaba a los que pensaban como los Ferris. Por eso tuvo que sufrir episodios terribles. Sus hermanos, cuando apenas eran unos adolescentes, tuvieron que mudarse, amenazados de muerte por bailar con chicas que pertenecían a familias con otros ideales. Sus padres fueron cruelmente apaleados hasta casi la muerte cuando un día volvían de pasear y tomar un helado y su casa fue incendiada arrasando con todas las pertenencias que tenían. Su madre, además, enferma de corazón y pulmones, mantenía al pequeño Paul en vilo día sí y día también, pues el chico había crecido con un fuerte sentimiento protector para con los suyos. Su única vía de escape era fantasear, horas y horas junto al cobertizo de su casa, con emular a su ídolo Kevin Keegan. Por eso, aunque en Irlanda se llevaba aquello de ser seguidor del Manchester United, Paul creció admirando al Liverpool, por Keegan.
Un día, con solo ocho años, la directora del colegio le llamó a su despacho. Paul estuvo minutos horrorizado, pensando qué habría hecho mal, qué castigo le iban a imponer y qué consecuencias podría costarle a su madre el tener que darle una mala noticia. También a su padre, que había sufrido varios infartos. Acudir a la oficina de la directora no solía ser nada bueno, pero en esta ocasión era distinto. El profesor de educación física había visto cómo Paul jugaba en el recreo al fútbol con una lata espachurrada. Era el mejor. Cuando les tocaba el turno a los de su edad y podían hacer uso del campo de fútbol con una pelota de tenis, Paul era el único que parecía tener control cuando había más de 30 muchachos abalanzándose sobre esférico amarillo diminuto.
-¿Paul, quieres jugar con el equipo del colegio?, tenemos un partido muy importante cuando acaben las clases.
+No puedo, señor, tengo que cuidar de mi hermana pequeña.
-No te preocupes, nosotros podemos ocuparnos de ella, pero necesitamos que juegues.
+No puedo señor, no tengo botas.
-No te preocupes, puedo ir yo mismo a por ellas a tu casa y traerlas mientras sigues en clase.
+No señor, no es que no tenga botas aquí, es que no tengo botas.
Y así fue cómo, Paul Ferris, con ocho años y unas botas de un adulto prestadas, hizo su debut en un equipo de fútbol. Fue ante chicos de 11 años, todos gigantes comparados con él. Con una camiseta que le llegaba por las rodillas y unas botas que eran cinco o seis números más grandes que su pie. Y fue el mejor. Aquel primer partido más o menos serio le hizo decantarse definitivamente por el fútbol, porque Paul Ferris también hacía sus inicios en el boxeo, como el resto de su familia. A los 9 años le llegó la oportunidad de jugar para el Lisburn FC, el equipo de su ciudad y allí en su casa empezaron a ver que tenía futuro cuando, con 11 años, Bob Bishop le mandó una carta. Bishop era, ni más ni menos, el hombre que había descubierto a George Best y que le había llevado al Manchester United, una jugada que ahora quería repetir con Ferris, al que invitaba a las colonias que se realizaban en vacaciones en las instalaciones del club. Allí hizo la prueba y conoció a un muchacho de su misma edad, nacido en Belfast y contra el que ya se había enfrentado en partidos locales. Y se hicieron muy amigos. Se trataba de un Norman Whiteside que luego se convertiría en el debutante más joven de la historia de un Mundial. Ambos impresionaron en su primera presencia y fueron invitados nuevamente a las concentraciones del próximo verano.
Pero a Paul Ferris le seguían lloviendo las ofertas mientras crecía y no tuvo fácil decidirse. El Bolton fue más allá y no solo le pidió que se sumara a los campamentos de verano, sino que le aseguró que cuando cumpliera los 16 le haría contrato y pasaría a ser de manera oficial jugador de la cantera. Le habían visto marcar nueve goles en un partido que supuestamente debía estar igualado y habían quedado encandilados. Su madre soñaba con la idea, pues eso le permitiría abandonar de una vez por todas un país que se había vuelto muy difícil. Paul, en cambio, no contemplaba un futuro que le alejara de Geraldine, su primera y reciente novia, y sintió cierto alivio cuando le informaron que el staff entero del Bolton había sido despedido y que las promesas que le habían hecho iban a quedar en nada.
Todo dio un giro unos pocos meses después. Un día, volviendo a casa, Paul se llevó la paliza más grande de su vida, por unos chicos de ideología contraria que se congregaban siempre por donde él tenía que pasar para volver y que siempre trataba de evitar. Cuando llegó, escuchó cómo había alguien en su casa hablando con sus padres sobre la posibilidad de ir a un club del noreste de Inglaterra: Newcastle. Paul se miró al espejo, vio su cara destrozada, la sangre por todos lados y los dientes rotos y se concienció. Tenía que dejar Lisburn. Era 1981. Iba a hacer esa prueba con el Newcastle. Allí solo entrenó y jugó un partido y el primer día tuvo problemas con un chico bajito, un poco rechoncho y que parecía más pequeño que él, pero uno de los populares. Y es que Ferris tenía una clara carencia en su juego: no pasaba la pelota. Eso le había reprochado un día su padre cuando, tras ganar 15-1 en Lisburn, Paul había marcado 9 tantos y esperaba un halago en vez de una riña. Jugaba como extremo izquierdo y ante la escasez de zurdos siempre era catalogado como un arma especial. Pero ese problemilla en el campo con su compañero de prácticas quedó en nada y cuando terminaron el primer partido de entrenamiento, hicieron las paces con una Coca Cola de por medio. Fue el día que Paul Ferris conoció a un chico al que todos llamaban Gazza y que más tarde se convertiría en leyenda viva del fútbol inglés y en un gran amigo: Paul Gascoigne.
El campus de Ferris terminó antes que el del resto pues había sido convocado con Irlanda del Norte Sub18. Temeroso, pues apenas tenía 15 años, Paul fue nuevamente de los mejores en el duelo contra Escocia. Pero en Newcastle tenían muy claro que le querían así que, justo en el periodo entre ir y volver con la selección, Ferris cumplió los 16 y encima de la mesa le pusieron un hogar y 20 libras semanales como primer sueldo. Se marchó a su habitación y, tras unos minutos meditando, dedujo que no quería ir. Que esa no era su vida. Que Newcastle estaba muy lejos y que su idea era pasar toda su vida al lado de Geraldine, al lado de su madre enferma, de su familia y estudiar en la zona para ganarse la vida con un trabajo normal. Cuando quiso decírselo a su madre ya era tarde. Ella le había contado a todo el mundo la noticia y su casa estaba llena de gente dándole la enhorabuena. No había marcha atrás.
Nada más llegar de manera permanente a la disciplina del Newcastle, se hizo amigo de John Carver, un muchacho de su edad que jugaba de lateral por su misma banda y que luego jugaría con el primer equipo, sería muchos años parte del staff e incluso cogería las riendas del primer equipo. Y su primera toma de contacto, con solo 16 años, fue un partido contra el primer equipo. Allí, destrozó al lateral derecho titular, que nada más terminar el partidillo, se acercó a Ferris para preguntarle su edad. “Tengo 16“, le dijo. “Santo cielo, espero que cuando seas profesional yo ya me haya retirado”, le contestó.
Aquel Newcastle de la 1981-1982 estaba en Segunda División. A las pocas semanas, Paul ya estaba jugando con el equipo reserva (que jugaba en St. James Park), pese a su edad, aunque él anhelaba hacerlo en el mismo estadio, pero con el primer equipo, y todo su empeño lo ponía en esos partidillos contra la plantilla profesional para demostrar su valía. En St. James Park marcó su primer gol con el reserva. Y un día, un señor algo mayor en edad que su padre se le acercó.
+¿De dónde eres, chico?
-Soy de Irlanda, de un sitio que seguro no ha oído.
+Bueno, dímelo, Paul.
-(¿Sabe mi nombre, pensó Paul?¿Quién es este señor?) Soy de Lisburn, un pequeño pueblo a unos kilómetros de Belfast.
+Ah, lo conozco. Buen sitio. Bueno, tú sigue jugando así, te he visto con los reservas todos los días. Con esa determinación, vas a llegar lejos.
Paul Ferris se marchó. Aquel señor, de quien había deducido era un veterano de guerra que habría estado destinado en Irlanda y por eso conocía su Lisburn natal, le pareció entrañable. Segundos más tarde, ante el corrillo que se formó ante él, se dio cuenta que no había estado hablando con alguien cualquiera, sino que había sido todo halagos para Jackie Milburn, esa leyenda del Newcastle de la que tanto había oído hablar, y el entonces máximo goleador de la historia del club (luego superado por Shearer). Al día siguiente, compró el periódico local, que era un monólogo absoluto de noticias para los fans, y allí estaba su nombre: Paul Ferris, destinado a jugar con el Newcastle. En abril, el técnico Arthur Cox le hizo saber que iba convocado contra el Blackburn y que quizás debutara. Lo hizo a falta de 10 minutos, aunque el equipo perdía 4-1 y estaba con uno menos desde la primera mitad. Eso no impidió que para Ferris fuera el mejor día de su vida, viendo cómo los geordies desplazados a Blackburn coreaban su nombre. Se convirtió, con 16 años y 294 días, en el jugador más joven en jugar con el Newcastle.
Volvió a jugar una vez más esa temporada, esta vez en St. James Park, y el verano y la pretemporada siguiente fueron magníficos, con Ferris acaparando portadas y siendo el favorito de la grada. La gran esperanza. Pero ese mismo verano, una noticia descolocó a todo el mundo. El Newcastle, en Segunda División, había conseguido firmar a Kevin Keegan, capitán de Inglaterra a quien aún le relucían los dos Balones de Oro conseguidos… Y el ídolo de Paul Ferris. Newcastle se convirtió en un hervidero, con prensa por todos lados, gente en masa, flashes y cámaras que solo buscaban a Kevin Keegan. Cuando Keegan conoció a sus nuevos compañeros, se dirigió directamente a Paul Ferris, el muchacho de 16 años del que el técnico le había hablado maravillas. “Cox me ha hablado muy bien de ti. Vas a ser un enorme jugador”. Ferris ni se lo creía. Ni siquiera se imaginaba poder jugar contra él, que encima iban a ser compañeros y además le estaba alabando. Un día, recibió una llamada que le advertía que comprara el Daily Mirror. Y ahí, en la página central del periódico, estaba el titular. Kevin Keegan: “Paul Ferris es el mejor jugador que he visto a esa edad”. Le temblaban las piernas.
De seguido, le llegó la primera convocatoria con Irlanda del Norte absoluta, aunque tuvo que dejarla por un compromiso vital con el Sub18. Le estaba pasando todo muy deprisa. Incluido el nuevo contrato. A Ferris, entonces ganando 20 libras a la semana, se le ofreció un contrato de tres años por 120 libras semanales, cuando otros jugadores del primer equipo profesionales ganaban 65. Pero además, le iban a dar otras 50 libras cada vez que jugara para el primer equipo. No conseguía asimilarlo, pues también estaban las primas por victoria en un año que se esperaba fueran dominadores de la categoría y los seis vuelos de ida y vuelta gratis al año que el club le daba para volver a casa cuando quisiera. El único motivo podía ser que hubiera un gran equipo tras él… Y eso solo suponía una cosa: Paul Ferris era realmente bueno. Si todos lo decían, si rompía todos esos récords y si le daban todo ese dinero, es que realmente lo valía. Aunque era obvio que iban a ir poco a poco con él, pues apenas acababa de cumplir los 17.
Ferris arrancó la temporada como jugador revulsivo. Siempre era el primer o el segundo sustituto utilizado por el técnico Cox, hasta que el 4 de diciembre de 1982 le llegó la primera titularidad. Jugó, de hecho, en el puesto de Keegan. Aquel curso disputó un puñado de partidos, se hizo habitual, se ganó la confianza de los entrenadores, el clamor del público y se fue haciendo más como futbolista para empezar a competir con los jugadores que le doblaban en edad. Pero a poco de terminar esa primera temporada completa, en un partido con el equipo reserva, Paul sufrió un pinchazo en la parte trasera del muslo de su pierna izquierda. “Fue como si alguien me disparara. El dolor era tan intenso que no podía ponerme de pie. De hecho, no pensé que fuera una lesión, sino que de verdad alguien me había disparado”. Fue su primera gran lesión, pero no la última. El desgarro fue tan profundo que estuvo renqueando más de un año repitiendo el mismo ciclo: se lesionaba, estaba tres semanas apartado, volvía a entrenar, cogía ritmo con el equipo reserva, y cuando iba a tener el OK para volver al 100%, volvía a caer.
La principal característica de Ferris era su punta de velocidad. No había un lateral en toda la liga que fuera capaz de pararle. Su explosividad y sus sprints eran inalcanzables. Pero, a causa de la fragilidad de la capacidad muscular de su pierna izquierda, cayó en pánico. “Me convertí en un sprinter que tenía miedo a sprintar”, admite. El Newcastle, esa pretemporada, había fichado a Peter Beardsley. Dicen los que le vieron jugar y sobre todo los que jugaron contra él, que es lo más parecido que ha existido jamás a Leo Messi en cuanto a estilo futbolístico. El inglés se asemejaba al del Barcelona en los movimientos, en el tipo de regate, en la expresión corporal. “Sabías lo que iba a hacer en cada momento y aun así siempre te acababa regateando”. Beardsley era la competencia directa de un Ferris que, en un año de calvario, pensó en la retirada. “No estoy bien. Soy incapaz de estar sano. Lo dejo, abandono”, le dijo a John Carver. Pero su amigo le convenció. “Apenas tienes 17 años, el técnico te adora, el público te quiere. No digas tonterías y ten paciencia”. El Newcastle, ese año sí, logró el ansiado ascenso. Iba a arrancar la 1984-85 con muchas expectativas. Arthur Cox, el técnico que le había dado la alternativa a Ferris con 16 años, se marchó y en su lugar llegó un nuevo entrenador. A Paul se le metió en la cabeza volver al 100% y convencer a su nuevo jefe, pero cuando llegó a la pretemporada, tras un intenso verano de preparación por su cuenta en Irlanda, se encontró con que en el club habían prescindido del fisioterapeuta y que el nuevo encargado de la parcela médica era un chico en prácticas que venía de un equipo amateur. Le volvió a entrar el pánico.
En octubre de 1984 consiguió su primer (y único) gol con el Newcastle. Fue en un partido de Copa ante el Bradford que marchaba 1-1. A Paul le metieron un balón en profundidad y, pese a tener varios metros de desventaja con su par, ganó la carrera, se adelantó a la salida del portero y tocó la pelota con la punta de la bota izquierda para acabar viendo cómo se colaba llorando dentro de la portería. No se lo creía, había marcado para el Newcastle, al fin. Pero la temporada fue una auténtica odisea. Se pasó los últimos seis meses de la temporada de nuevo con constantes problemas que le impedían jugar con regularidad. Y eso, la vida de un futbolista lesionado, le causó también estragos fuera de los estadios. Tenía todo el tiempo del mundo y ningún objetivo. Vivía en un apartamento con Carver y algún otro compañero donde a veces solían encontrar a medianoche a Paul Gascoigne, que se había colado por la ventana para dormir allí. Solo comían comida basura, dulces y estaban todo el día bebiendo cerveza.
En la 1984-85, el Newcastle le dio los galones del equipo a un técnico interino que estaba enamorado del juego de Ferris. Eso le dio confianza al chico, que se presentó el primero el primer día de pretemporada. Quería impresionar, medirse, saber si de una vez por todas iba a estar bien de sus problemas musculares. Pero no sabía que iba a ser mucho peor. El primer día, tras una jugada fortuita, se le giró el tobillo. Pasó todo en cuestión de milésimas. Él, para no hacerse daño, de manera instintiva, puso todo el peso sobre la otra parte del cuerpo. “De repente sonó un crack en mi rodilla”. No se podía mover, aunque no paraba de intentarlo. Los compañeros, que también escucharon aquel doloroso sonido, le intentaron convencer de que no se moviera. La primera exploración dedujo que tenía roto el ligamento lateral de su rodilla, que tenía el menisco dañado y que existía también algo con el ligamento cruzado. El fisioterapeuta del equipo le informó que lo consultaría con un doctor y que quizás le hicieran una artroscopia para estar seguros del problema. Todo el mundo se temía lo peor cuando a Ferris le dieron la noticia. Ligamento lateral roto, elongación del cruzado y menisco altamente dañado. ¿La recuperación? Tres semanas de baja, y otras tres para recuperar tono muscular y ritmo, le dijeron.
Puede que, con ese diagnóstico, entendamos por qué hace unas décadas tantos futbolistas se acababan retirando de manera prematura por lesiones de rodilla. Hoy no habrían dudado en operar a Paul Ferris, que habría estado unos seis meses de baja y posiblemente habría escrito una de las páginas más bonitas del fútbol de las Islas junto a esos que admiraba. Quién sabe si incluso a la altura de su compatriota George Best. En cambio, a Paul Ferris, como a muchos otros, se le dijo que fuera paciente, que esa lesión se curaba con reposo de unas semanas y fortalecimiento de la zona en vez de con cirugía. Y así, poco a poco, se fue terminando su carrera. Le intentaron aplicar cortisona para evitar los dolores de los entrenamientos sin éxito. Le fueron alternando el plan de entrenamiento, pero habían pasado seis meses y no había podido patear una pelota. De seis semanas, nada. Su contrato se estaba terminando ese mismo año, justo cuando su novia acababa de cumplir los 18 y se había mudado con él a Newcastle. Paul habló con el técnico de su situación, para saber si iba a ser renovado o no. “Paul, lo siento, pero no podemos renovar a un jugador que ha estado toda la temporada sin jugar. La única opción es que cuanto empiece la nueva temporada, te hagamos un contrato mes a mes y cuando por fin consigas estar al 100% se te presente una nueva oferta”. Paul se agarró a un clavo ardiendo a esa propuesta.
Con el inicio de la 1985-1986, el Port Vale se interesó en sus servicios. La opción era magnífica. Ellos se iban a hacer cargo del contrato mensual de Paul, él iba a poder liberarse de la presión de Newcastle y el club no le iba a negar minutos a una estrella en ciernes. Todo marchaba genial la primera semana cuando al cuarto entrenamiento sintió el mismo dolor en su rodilla. “¿Cómo es posible que después de todo un año sin jugar esto siga exactamente igual y no me haya recuperado?”, se preguntó Le entró el pánico, abandonó el club sin decirle nada a nadie. Ese verano, John Carver se había ido del Newcastle, Paul había alquilado un apartamento para vivir con su novia, pero lo habían dejado cuando había llegado la cesión al Port Vale. Tenía 19 años, su novia 18. Solo una semana antes, era futbolista del Newcastle, tenía un sueldo, un sueño, un apartamento y un futuro. Ahora no tenía nada, estaba sin dinero. Solo se le ocurrió acudir a la casa de la familia que le había acogido cuando llegó a Newcastle con 15 años. Pero más allá del par de días que le habían dejado quedarse allí, no tenía dónde ir.
Encontró ayuda en la PFA, que organizó todo para que fuera operado en enero de 1987. Cuando iba a entrar a quirófano, pidió retrasar la cirugía. Sentía que algo iba mal, tuvo un mal presentimiento. Llamó a su casa, a su madre, pero ella, para proteger a su hijo, le dijo que todo iba bien. Paul Ferris se operó, recibió el alta y se marchó del hospital en silla de ruedas. A las pocas horas le llamaron. El mayor miedo de su vida había llegado: su madre acababa de morir. Encontró la inspiración en su novia de toda la vida, Geraldine, a quien pidió matrimonio. Ella le dijo que se casarían solo cuando estuviera recuperado, poniéndole un reto para alcanzar el objetivo. Paul fue poco a poco mejorando. Firmó un acuerdo con el Gateshead (club afiliado del Newcastle) para entrenar en sus instalaciones e incluso ellos le pagarían por partido jugado. Se informó para apuntarse en una escuela para conseguir estudios superiores durante un año y después entrar a la universidad para licenciarse como fisioterapeuta. Por fin, después de mucho tiempo, tenía un ideal de vida.
Jugó varios partidos en equipos amateur, siempre para costearse los estudios y para tener estabilidad económica. Con 20 años se había prácticamente retirado del fútbol profesional, pero seguía dándole patadas al balón solo para sobrevivir. Y eso no le gustaba. Vivió en el Barrow FC la magia de conquistar el FA Trophy en Wembley, la Copa que disputan equipos de categorías no profesionales, y cuando cumplió los 25, decidió dejar el fútbol a todos los niveles. En 1993 le llegó la oportunidad de su vida. Derek Wright, jefe de fisios del Newcastle y antiguo amigo de Paul, le llamó y le hizo una oferta para trabajar en el club. También estaba Kevin Keegan, que había empezado su labor en los banquillos y permanecería en el club durante cinco años. Y ahí comenzó la segunda gran etapa en rayas negras y blanca de su vida, que duró 13 años. Allí conoció a los grandes jugadores de la época moderna del Newcastle. Recuperó de una lesión del ligamento cruzado a Philippe Albert, se hizo inseparable de Alan Shearer. Su relación se hizo más fuerte cuando Alan se rompió el tobillo en 1997. Lo tenía girado 180 grados de su posición natural y pensaba que no podría volver a jugar al fútbol. Paul y Alan, Alan y Paul, fueron inseparables durante meses hasta que el máximo goleador de la historia de la Premier League pudo volver a calzarse las botas y aterrorizar defensas.
Pero la salida de Keegan, la llegada de Gullit y algún problema con la directiva, le hizo replantearse su futuro en el club. Cuando Bobby Robson firmó en 1999, dice que conoció a una de las personas más maravillosas que jamás se haya encontrado. Que vio cómo el Newcastle volvía a ser una familia, pero que él había tomado la decisión de irse. Que ya no estaba contento en el club. La muerte de su padre también había evocado algo que había cambiado dentro de él. Siguió en el club hasta 2006, pero en ese periodo de tiempo realizó un Máster en fisioterapia deportiva y también se licenció como abogado. Y es que, hubo un momento en el que el personal del Newcastle, clasificado para Champions, percibía el menor sueldo de toda la Liga. Los fisios, los más afectados, se rebelaron ante el club sin éxito. Y Paul Ferris decidió que ahora sí, debía dejar el club. Tras 18 años, en dos etapas, divididas en cinco como jugador y 13 como parte del staff. Solo regresó en 2009, petición expresa de Alan Shearer, que se había hecho cargo del club para intentar salvarlo de la debacle del descenso como técnico interino. Ahí conoció a Michael Owen, otro niño maravilla que se pasó más tiempo en la enfermería que en los terrenos de juego, pero que lo haría con su propio equipo de fisioterapeutas privados y que se negaría a jugar algunos de los últimos partidos (en una temporada en la que el Newcastle acabó descendiendo) porque no quería lesionarse y no poder firmar por otro club.
Mike Ashley le prometió a Alan Shearer tres años de contrato. Quería vender el club y a él le facilitaba las cosas que al mando de la plantilla hubiera una leyenda viva del equipo. La única petición de Shearer fue la de contar con un equipo directivo que supiera de fútbol, pues el director deportivo era un hombre de negocios que no conocía nada sobre jugadores, táctica y demás. Ashley aceptó… Pero nunca más volvió a llamarle. Y así, también terminó la historia de Paul Ferris en el Newcastle. Shearer solo quería entrenar en casa y él solo quería volver al fútbol si era al lado de Alan. Ahora, Paul Ferris es novelista, y uno de sus libros “The Boy on the Shed”, donde narra toda esta magnífica historia de su vida, fue galardonado con el Premio William Hill 2018 como el mejor libro deportivo del año.
Imagen de cabecera: PA Images / Libro The Boy in the sed
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