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Atlético

Mi primer y último paseo por El Calderón

La primera impresión que tuve conforme llegaba al Vicente Calderón fue que los aficionados echarían de menos aquel entorno. El estadio, situado en el barrio Imperial, en el distrito de Arganzuela y a poco más de media hora andando de la estación de Atocha, descansa sobre la ribera del río Manzanares. Se trata de un espacio verde llamado Madrid Río que recorre ambas orillas. Pese a que el caudal de agua apenas me cubriría hasta los tobillos, la exuberante vegetación, los largos y ondulados caminos y la aparición de algún que otro parque con columpios me llamó la atención antes de llegar a lo que de verdad me importaba: el campo de fútbol.

En Pamplona, donde vivo, basta con andar 15 minutos en cualquier dirección para encontrarte con una zona verde relativamente grande -para las dimensiones que tiene la ciudad, claro-. No debió sorprenderme, entonces, ver aquel lugar, pero teniendo en cuenta que pisaba Madrid sí me generó cierta duda qué me podía encontrar.

El caso es que terminé tocando El Calderón horas antes del partido de Champions contra el Real Madrid. Lo toqué por fuera, porque cuando supe que la semifinal se jugaría el 10 de mayo y que yo estaría por Madrid tampoco se me pasó por la cabeza, así de primeras, acudir al partido. Principalmente por el precio de las entradas y por el 3-0 a favor merengue de la ida -no necesariamente en este orden-. Pero, al fin y al cabo, se trataba de un partido de fútbol -para muchos, el partido-, así que terminar a los pies del monumento tampoco me causó ninguna sorpresa.

Por qué El Calderón

En realidad, para mí el día importante transcurriría 24 horas después de aquella ‘primera vez’ a los pies de El Calderón. Desde Pamplona, ultimando el viaje a la capital, pensé que visitar el estadio por dentro se convertía en una obligación más que nada por el contexto: aquella masa de cemento y llena de alma vivía sus últimos días. No me lo pensé más de diez segundos y compré una entrada para realizar el tour el día 11 a las 16.30 horas. Un día después del partido de Champions.

Así que acudí de nuevo a esa -maravillosa- zona después de que el Atleti ganase el partido (2-1), no consiguiese el pase a la final frente a su eterno rival pero sí demostrase ante el mundo entero -porque una semifinal de Champions la ve el mundo entero- que la masa social que respalda al equipo es auténtica y ser del Atlético de Madrid siempre fue algo más que ganar títulos -porque ahora los ganan aunque también les arrebaten la posibilidad-.

Total, que envuelta en esa situación me vi comiendo a escasos metros del estadio, en un bar-taberna. En frente, el famoso bar El Doblete. Por un instante, me tentó picar algo allí, pero finalmente desistí porque mi estómago me pedía a gritos a un buen plato -grande, quiero decir- y pensé que la taberna sí me lo ofrecería. Era un día gris, lluvioso y frío. Nada que ver con la estampa del día anterior, en el que el sol hasta me quemó. No había nadie por la calle y contrastaba, claro, con la previa del partido, cuando a cuatro horas del comienzo la gente ya se había reunido en torno al estadio y el alcohol y los gritos y los colores blanco y rojo y los medios de comunicación lo copaban todo.

Un tour inesperado

Me habían avisado por medio de un correo electrónico que debía presentarme media hora antes. Así que, ya con la tripa llena, el 11 de mayo de 2017 a las 16.00 horas me presenté en la puerta de lo que parecía una entrada -no a las gradas-, bajé unas escaleras, un chaval amable me cambió el ticket por mi hoja de confirmación y entré, oficialmente, al Estadio Vicente Calderón.

La primera parada, el museo. Y mi primera impresión, ¡lo pequeño que era! Obviamente, El Sadar no ofrece ningún tipo de tour y, que yo sepa, tampoco existe un museo. Pero me encontraba en Madrid, en El Vicente Calderón y en lo que yo pensaba era otra dimensión. Al final, resultaría que ‘mi’ estadio me vendría a la cabeza más de una vez.

En este momento no reparé mucho en aquello y empecé a dar vueltas por el museo. Una colección de botas y balones, vitrina sobre el equipo femenino, camisetas y firmas de los jugadores más importantes y muchas, muchas copas. Sobre todo, claro, las cuatro últimas más importantes de la historia -reciente o no- del Atlético de Madrid. Situadas justo al bajar la primera y única rampa, colocadas en un lugar estratégico y sin la posibilidad de evitarlas -¿pero quién va a querer hacerlo si decide entrar al museo?-. Pese a que no tenía grandes dimensiones y que no me encontré para mi desesperación ningún objeto relacionado con Raúl García -navarro y el jugador del Atleti que más veces ha jugado en competición europea-, el museo me abrazó como si fuera un socio más -o quizá sentí esa sensación porque de pequeña empaticé con el equipo-.

Tras visualizar fotos, firmas, equipaciones y todo tipo de objetos que puedes encontrar en un museo futbolero llegó David, el guía, y nos colocó a todos -no éramos más que quince- en torno a él. El chico apenas rondaría los 25 años y empezó a contar la historia del Atleti sin pausa pero sin prisa, primero en español y luego en inglés -tres amigos de ojos rasgados escuchaban ambos discursos siempre con atención-. Cabe resaltar que durante la visita apenas mencionó el partido del día anterior ante el eterno rival. Los museos siempre tienen su encanto, decorados de forma que parece que retrocedes en el tiempo y donde te gustaría quedarte allí un rato, o tal vez años, pero yo ya tenía ganas de pisar las gradas del estadio.

Ansiosa, por fin salimos de nuevo a la luz -en realidad, el museo era la última parada del tour- y presencié El Vicente Calderón por primera vez desde las gradas. Sin duda, no sería la misma sensación que la que aparece durante un partido de fútbol, pero estaba pisando un lugar que dentro de unos meses ya no existiría y que en él un cuantos jugadores lo habían dado todo y hecho historia, por ellos y, sobre todo, por la gente que llenaba las gradas.

Deseché la posibilidad de sentarme en un asiento -estaban mojados- y contemplé el paisaje. ‘Simplemente’ eran gradas que crecían abiertas hacia el cielo de Madrid, pero todo aquel que ame este deporte sabe que la estructura que conforma un estadio no solo son pilares y paredes de cemento. Un estadio se convierte en una casa, nuestra segunda casa, y El Calderón estaba lleno de historia: desde su inauguración en 1966 -en realidad, por aquel entonces le llamaba Estadio del Manzanares-, esa mole había albergado partidos de la selección española, encuentros de fase de grupos de cara a mundiales y, sobre todo, había visto cómo el Atlético de Madrid se había hecho grande.

Rodeé las gradas, siempre con la sensación de novedad, nostalgia y admiración, siguiendo a David, el guía, y en un abrir y cerrar de ojos nos encontrábamos sentados en el palco del estadio. La grada de enfrente escribía Atlético de Madrid, recordándote dónde te encontrabas. Esta fue, seguro, mi mayor sorpresa -el palco-. Jamás pensé que la zona VIP de las gradas estaría tan antigua y volví a recordar otra vez ‘mi viejo’ Sadar -el palco, concretamente-, asegurándome de que allí, sin haber estado, superaría con creces lo que aprecié en El Calderón. No existían los asientos de plástico pero sí me dio la impresión de que la silla de mi cuarto sería más cómoda. Tampoco diferencie que fuese una zona claramente separada de los aficionados -algo que me gusta- y eso me reconfortó de nuevo con el viejo Calderón. Y fue justo en ese momento cuando me di cuenta de que el nuevo estadio, el Wanda Metropolitano, causaría tal boom que algunos se llevarían más sorpresa que de la que por sí genera la creación y visualización de un estadio modernísimo en pleno 2017.

El contraste de las gradas VIP a la zona VIP sí es considerable. Lo segundo no me llamó la atención -siempre teniendo en cuenta de que yo me sentía en otra dimensión- y pasamos de manera rápida. De seguido, la sala de prensa. ¡El día anterior un amigo me había dicho que para acudir a ella los periodistas tenían que salir del estadio! Con esa referencia, aumentaron mis ganas de ver dónde trabajan mis colegas de profesión. Esta vez no se produjo un momento inesperado, pero sí apareció otra vez por mi mente El Sadar. Es verdad que remodelado, los periodistas contaban con sillas y mesas para poder ejercer mejor su trabajo. En El Calderon no había mesas, únicamente la que preside la sala y donde se sientan jugadores, entrenadores y gente del club en las ruedas de prensa.

La posibilidad de sentirse futbolista

Por motivos de seguridad, o eso nos dijo David, estaba prohibido grabar el vestuario del equipo. Con ello, quizá todos nos paramos a disfrutar más dónde nos encontrábamos. Cada jugador ocupaba un espacio, con su foto correspondiente en fondo blanco y un pequeño cajón rojo para guardar lo necesario. Un vestuario común y corriente que cuando sonó el himno del Atleti dejó de ser un número de paredes rojas y blancas para acogerte como si fueras un futbolista del Atlético de Madrid.

Mientras sonaba el himno del club David nos hizo salir y recorrer el mismo pasillo propiedad de los jugadores. En este instante recordé las glorias pasadas de mi equipo de baloncesto, las finales perdidas -siempre quedábamos segundas…- y una sensación que siempre me ha acompañado: debido a la presión, nunca podría haber alcanzado metas grandes como deportista. Sin embargo, los ahora Koke, Torres, Griezman, Godín y compañía y los entonces Kiko Narváez, Luis Aragonés, Cholo Simeone, Futre o José Eulogio Gárate habían hecho tan suyo ese ese pasillo, ese momento, que en vez de presión quizá hasta sentían alivio.

Al final del pasillo terminé de nuevo viendo la luz del día. Estaba pisando el césped. A ambos lados, los banquillos -también remodelados en El Sadar, esta vez me quedo con los de El Calderón- y presidiendo la banda el escudo del Atlético de Madrid. Al fondo, las letras ‘Atlético de Madrid’ en las gradas nos avisaban una y otra vez adónde habíamos venido. «Este, sin duda, es mi lugar favorito del estadio», nos advirtió una especia de guardia del club que nos acompañaba también en el recorrido.

Después de unas cuantas fotos y ya de vuelta rodeando el estadio, eché un último vistazo y me percaté de la grada donde el día anterior los aficionados arrancaron los asientos. Ya me había fijado al inicio del tour, pero fue en el tramo final, una vez sabía la historia del club y visitado sus instalaciones, cuando me di cuenta de que llevarse un asiento era la mejor forma de rendir homenaje al estadio. Llevarse algo de una casa que iba a ser destruida a la propia suponía guardar físicamente un trozo de El Calderón para siempre. Tú habías visto crecer a El Calderón desde esa posición y El Calderón te había visto madurar desde ese asiento.

Nada más pisar la calle me escribió mi madre, como si supiera el tiempo exacto del recorrido y cuándo podría volver a contactar conmigo. Me preguntó cómo era El Calderón. Le explique que durante los 45 minutos del tour había pensado mucho en El Sadar, aunque El Calderón fuese mucho más grande (20.000 espectadores frente a 55.000), y que nunca me lo habría imaginado así de antiguo, aunque los aficionados tenían muchos motivos para echarlo de menos. Al fin y al cabo, para la mayoría era su casa y nunca es fácil decirle adiós.

Me alejé unos cuantos metros del estadio, dejándolo ya atrás y pensando en qué hubiera sentido si me hubiera dado por llevarme un asiento -y me hubieran dejado, claro-. El Vicente Calderón es de los aficionados del Atlético de Madrid, pero quizá también ahora, sabiendo que va a ser derruido, pasa a ser un poco de todos los amantes del fútbol.

21. Periodista por @fcomunav. He estado en Deportes en @NoticiasNavarra. Colaboré en @RoadToEuro2016. Todo comenzó gracias a @Nav_deportiva.

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