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Me supero

El deporte es en muchos casos un camino empedrado con numerosos obstáculos. Una carrera contrarreloj que te lleva a cambiar de vida, a sacrificios impensables, a romper estereotipos y acabar con prejuicios. A mirar a la cara a los miedos y tirarlos por la ventana. Alguno se escandaliza cuando los llamamos “héroes” o “heroínas”. ¿No lo es más un bombero? ¿Una madre divorciada que saca adelante a su familia con cuatro duros? ¿Un cirujano que desafía la lógica en una operación a vida o muerte?

Consideramos héroes o heroínas a ciertos deportistas porque son un verdadero ejemplo para la sociedad. Te enseñan que si luchas, obtienes recompensa. Dar todo de uno mismo para que nunca te puedas reprochar nada. Ponerse un objetivo duro y conseguirlo es, probablemente, la mayor satisfacción de la vida. Pero, como se suele decir, no todos los héroes llevan capa. El dolor y el sufrimiento suelen ser la antesala del éxito, la chispa que prende la llama. La sed de venganza, las ganas de darle un vuelco a la situación, de levantarse tras una dolorosa caída. Para mí, los grandes héroes son aquellos que, parafraseando a Simba, se ríen en la cara del peligro. Los que en el peor momento de sus vidas alzan la voz para gritar: “Me supero”.

Tenemos numerosos ejemplos de deportistas que han tocado fondo para después alcanzar la gloria, que han encendido una luz cuando solo había oscuridad. En los últimos días, tres mujeres han dado una lección que habría que enseñar en las escuelas: rendirse no es una opción. Hablamos de Laia, que en los últimos meses ha vivido una auténtica odisea. Si completar el Rally Dakar sano ya es considerado poco menos que una hazaña… ¿Qué se puede decir de alguien que lo ha hecho en pleno tratamiento por una infección bacteriana? Una mujer que no ha podido entrenarse prácticamente en todo el año por una lesión en la mano y que días antes de la prueba más exigente del mundo no podía ni tenerse en pie.

Laia Sanz tuvo la enfermedad de Lyme por la picadura de una garrapata. Se cansaba antes, le dolía mucho la cabeza, tenía molestias musculares, le afectó el sistema nervioso… El calvario empezó en primavera y todavía debe seguir tomando antibióticos. Llegó al desierto de Arabia Saudí con peores sensaciones que nunca, sin apenas preparación y con un extra de fatiga mental y física, además de unos dolores en la muñeca que nunca desaparecieron. Pero la piloto catalana, que llegó a dudar si participar o no en la carrera, finalmente apostó. Y volvió a ganar: terminó su Dakar más difícil y lo hizo por undécimo año (ningún español lo ha logrado tantas veces) siendo líder en la categoría femenina y por octava vez consecutiva en el top-20 general. Un 17º puesto que mejoró incluso su actuación del año anterior (18º) y que consolidó a la española como la mejor de la historia sobre una moto de rally. Para romperse las manos de aplaudir.

No es menos impactante la historia de Carolina Marín, una de las grandes imágenes del deporte femenino español, pionera en un deporte sin licencias en nuestro país e ídolo de masas en tierras asiáticas. La ambición y la confianza en sí misma fueron las bases en la que sustentaron sus grandes éxitos, incluso cuando tuvo que recuperarse de una rotura de ligamento cruzado (no he visto deportista con más fortaleza ante la adversidad que la onubense) sacó su mejor sonrisa y se puso manos a la obra solo cinco días después de ser operada.

Pero una cosa es luchar contra tus propias limitaciones y otra con shocks mentales que traumatizarían a cualquiera. El padre de Carolina falleció el pasado julio tras un accidente laboral que le llevó a permanecer cinco meses ingresado en un hospital. “Han sido los peores meses de mi vida, no se los deseo ni a mi peor enemigo”, reconocía Marín, que se vio afectada en su vuelta a las pistas. Tras siete meses en el dique seco por la pandemia, regresó en Dinamarca y acabó subcampeona tras perder una final que en cualquier otro momento habría ganado de calle. “No hizo (su rival) casi nada en el partido. Fue inteligente porque lo único que hizo fue pasar el volante. Y yo hacía los errores y los ganadores”, señaló  una Carolina que reconoció una falta de confianza impropia en su juego. Que la motivación por ser la mejor de la historia no era tan fuerte como antes. Y que tenía que trabajar duro para recuperarla. Tres meses después podemos decir que lo ha conseguido: el pasado domingo ganó la final del Abierto de Tailandia, uno de los más importantes del circuito internacional de bádminton, y lo hizo venciendo en un partido mágico a la número uno del ránking mundial, Tzu Ying. Acabó dedicándole la victoria a su padre entre lágrimas.

En la misma fase que vivieron Laia Sanz y Carolina Marín se encuentra la gran Virginia Torrecilla, protagonista este fin de semana al levantar, junto a la capitana del Atlético Amanda Sampedro, el trofeo de la Supercopa femenina de fútbol. Diagnosticada con un tumor cerebral, fue operada en mayo del año pasado y desde entonces se encuentra temporalmente retirada, con sesiones de quimioterapia al tratarse de un tumor maligno. Le dijeron que probablemente no volvería a ser madre y que quizá no volvería a jugar al fútbol. Hoy se encuentra en la fase final de una recuperación, convirtiéndose en un ejemplo para todos los que luchan contra el cáncer y otras enfermedades, y una inspiración para aquellos que se sienten solos y que necesitan una mano en momentos difíciles. Virginia ha normalizado su enfermedad, grabando vídeos desde el hospital, explicando lo bueno y lo malo, visibilizando lo que antes se consideraba tabú.

«Creo que soy un personaje público y que puedo ayudar a otras personas. Así ha sido: mucha gente me ha escrito para contarme su historia. Es gente que sigue luchando y para mí es increíble. Puedo enseñar, pero también puedo aprender: para mí eso es lo más bonito”, explicó la centrocampista balear en una entrevista en MARCA. Laia, Carolina o Virginia, tres mujeres que se superan cada día y que sirven de motivación y de ejemplo para la sociedad. Heroínas.

Imagen de cabecera: FAYEZ NURELDINE/AFP via Getty Images)

Alicante, 1991. Mi madre siempre me decía: "No sé por qué lloras por el fútbol, sino te da de comer". Desde entonces lucho por ser periodista deportivo, para vivir de mis pasiones (y llevarle un poco la contraria).

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