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Jorge González, magia centroamericana

Cuando uno intenta unir las palabras “El Salvador” con “fútbol” es inevitable pensar en uno de los peores momentos de la historia de la nación salvadoreña. Gracias al periodista Ryszard Kapuscinski pudimos conocer de primera mano la terrible historia detrás de aquel clásico con Honduras que terminó derivando en una corta pero fatal guerra en 1969 (se entiende que el deporte rey fue un catalizador, no el detonante mismo, algo que muy bien explicó el polaco). Pero también hay un hombre íntimamente relacionado con las mismas dos palabras, uno que se transformó en una bandera, en una manera de ver y sentir el balompié. Jorge Alberto González Barillas no fue un simple jugador: él fue la alegría de jugar, de vivir. Fue, en otras palabras, magia en estado puro.

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Observarlo en acción es retrotraerse a tiempos cada vez más lejanos, en donde todo era mucho más simple: los campos de juego no eran lisas praderas donde la pelota corría libre, los espectadores veían los partidos siempre de pie (¿qué eran los bancos para todos?), la televisión apenas retransmitía encuentros y los defensores eran reacios, hombres duros y de imponente bigote dispuestos a romper todo lo que se moviera. Era justamente por esto que los jugadores debían tener un talento sin igual; no solo para hacer del fútbol un espectáculo, sino simplemente para sobrevivir. Y en ello, González se destacó como muy pocos en la historia.

Nacido un 13 de marzo de 1958, González sobresalía del resto de los mortales por ser un distinto con el balón en los pies. Engañaba a todo el mundo con su figura desgarbada, una que parecía frágil y siempre a punto de ceder. Pero aquello era una simple fachada: una vez que caías bajo el encanto del mago era imposible seguirle el ritmo. Siempre parecía estar un paso por delante de todos, observando todo a su alrededor y esperando el momento justo para atacar. Y cuando tenía a su rival enfrente, solo le valía con un simple movimiento de caderas para destruirlo táctica, técnica y mentalmente. No había valiente guerrero que intentara quitarle aquella niña bonita al Mágico sin morir en el intento. Y es que el salvadoreño era ágil como una gacela y veloz como un puma, por lo que darle metros significaba no solo ser humillado por él, sino entender que pronto estaría en tu propia área, seguramente gambeteando al arquero o cuchareando el balón para que se volviera inalcanzable. Y todo esto en apenas un par de segundos.

Sus primeros pasos los dio en su patria durante la década de los 70. Eran tiempos donde las palabras “internet” o “globalización” parecían sacadas de ciencia ficción y era muy difícil conocer a jugadores de ligas menores como lo eran las centroamericanas (seguramente hoy, con las maravillas de las redes sociales, el Mágico González hubiera fichado siendo un niño por un club grande europeo). 

Es por ello que el mejor jugador que parieron las tierras salvadoreñas jugó varias campañas para clubes de su patria (ANTEL, Independiente y el FAS) hasta poder arribar a España en 1982, jugando para el equipo que se convertiría en su gran amor, el Cádiz. Pero claro, para llegar a aquel punto primero tenía que darse a conocer y qué mejor forma que hacerlo que en una Copa del Mundo. 

Mágico González en un acto conmemorativo junto al presidente del Cádiz (Rodrigo Sura)

La Selecta se convirtió en la primera selección centroamericana en ir a más de un Mundial luego de salir subcampeón del campeonato de la CONCACAF (el precursor de la actual Copa Oro), cediendo ante sus rivales catrachos, pero dejando en el camino nada menos que a México, la gran potencia continental. Aquellos eran tiempos más simples. Los equipos nacionales contaban con un plantel en donde prácticamente todos jugaban dentro de su territorio (la única excepción en El Salvador sería la de Jaime Rodríguez, quien hacía migas en el Bayer Uerdingen de Alemania Federal).

A los centroamericanos no les tocó el mejor grupo para retornar al magno evento de la FIFA tras aquella incursión de 1970. Sus rivales fueron la campeona Argentina -potenciada con Diego Maradona-, la floreciente Bélgica y la siempre guerrera Hungría, con la cual debutaron en Elche. Pese al gran logro, no todo era felicidad en la vida de aquella plantilla, que no estaba ajena a la realidad que se vivía en su país: la guerra civil afectaba a todos los estratos sociales y la paz parecía no llegar nunca.

El arquero de la Selecta, Luis Guevara Mora, decía lo siguiente en el libro El Mundial de los vencidos de Matteo Bruschetta: “Fue duro crecer en esa situación. Caminando por la calle, era común ver un cuerpo muerto en la acera o estar en medio de un tiroteo (…) Era suficiente estar en el lugar equivocado y en el momento equivocado”.

El Salvador se preparó jugando varios amistosos (ante Boca, el PSG o Botafogo, por ejemplo) aprovechando que prácticamente todo el plantel entrenaba en el país. Los mismos que sirvieron para que el Mágico comenzara a sonar en varios equipos del Viejo Continente. Su talento, de a poco, trascendía fronteras. Lo que no trascendía, sin embargo, era el trato de la Federación, una que presionaba a sus jugadores pero que no se condecía con esto: las primas no llegaban nunca, las condiciones de entrenamiento no eran los mejores, no había material suficiente (los jugadores tuvieron que robarse una camiseta para tener un recuerdo del Mundial) y hasta los habían dejado en un hotel que tenía un campo de tiro al lado, por lo que incluso dormían mal.

Hay que decirlo: aquella Selecta era un muy buen equipo, pero todas aquellas situaciones no ayudaron en lo más mínimo. La propia selección magiar se aprovechó de unos muchachos que no sabían incluso cómo jugaban ellos, endosándoles un doloroso 10-1. La verdadera muestra del nivel de aquella selección la darían ante Bélgica y Argentina (derrotas por 0-1 y 0-2, respectivamente), pero ya era tarde: todos los recordarían por la goleada recibida, incluso sin saber el porqué de todo aquello.

El conjunto salvadoreño instantes previos a su partido frente a un partido del Mundial 1982

Sin embargo, González logró mostrar destellos de su calidad, algo que le permitiría comenzar una nueva aventura. “En mi país, los futbolistas salimos de los terrenos baldíos, de las canchitas, y de repente vienes a Europa… Es como ir a la universidad sin antes pasar por la escuela”. El Atlético de Madrid lo había sondeado, pero finalmente fue un humilde el que ganó el pulso, el Cádiz.

Con la casaca del submarino amarillo original (al Villareal recién se lo conocería globalmente en la década del 2000), González mostró lo mejor de su repertorio: tiros libres increíbles, gambetas sacadas de las películas de Disney, una destreza estratosférica y un amor por el juego inigualable. Tan bueno era que incluso el propio Maradona dijo que “El Mágico es mejor que yo, pues yo vengo del planeta Tierra, mientras él es de otra galaxia”. Por su parte, Leonardo Capanni, en su blog Zona Cesarini, lo describió de forma magistral: “González fue una parábola fuera del tiempo, colmada de romanticismo y esparcida por una aureola de misticismo mágico, un personaje digno de Gabriel García Márquez y de Jorge Cortázar, un futbolista suspendido por mitades entre el mito y el payaso”.

Lo único que pudo frenar al salvadoreño de ser aún más grande fue su afición por la noche, por las fiestas. A El Gráfico le diría, sobre aquellos años, que “a un partido, no; pero a entrenamientos sí que me he presentado sin haberme acostado”. González terminó siendo un genio incomprendido dentro de una estructura cada vez más profesional. En su patria podía darse ciertas libertades, pero en España miles de ojos se posaban sobre él para saber todo lo que hacía. Era imposible escapar a las habladurías y a los chimentos, incluso si rendía de forma sensacional semana sí y semana también. 

El Mágico tuvo un breve paso por el Valladolid, pero su corazón siempre estaría con el Cádiz, quedándose en el club hasta 1991, año en el que volvió al FAS. Pero, pese a colgar las botas en 1999, el fútbol nunca lo dejó, disputando partidos incluso a sus más de 60 años junto a sus amigos o hasta con sus excompañeros de selección. “Mi obsesión siempre fue pasarlo bien. Quise ser feliz sin pisotear a nadie.” manifestó años después de su retiro. Al final, el fútbol se trata simplemente de eso: disfrutar. Y pocos lo han hecho mejor que Jorge González, ese mágico jugador venido desde El Salvador.

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