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Haciendo aguas

FC Barcelona y Real Madrid se vieron las caras en el primer Clásico de la temporada. Un partido rodeado de aspectos extradeportivos y conectado con cierto fenómeno acuático-ambiental que ha estado en boca de todo tipo de prensa (deportiva y no, y esto ya es mala señal) en las últimas semanas. ¿Se podría disputar? ¿Hay algún tipo de riesgo para los jugadores o el club? Finalmente, en un #NoSePodíaSaber de manual, todo quedó en una exageración y dramatización de lo que realmente fue: otro acontecimiento deportivo de nivel mundial con las aguas más calmadas de lo que algunos, desde un lado o el otro, quisieron. Fútbol y poco nada más. Y es sobre esto que me apetece escribir. 

Esas aguas calmadas hicieron acto de presencia en los primeros compases de partido, con los dos equipos no especulando pero sí asegurando, como habiendo pactado el objetivo común a no caer en la inferioridad en la fase más germinal del encuentro. Curioso no ver, en medio de este contexto de priorización de la calma, al espécimen que mejor deambula por ella. Cuesta de entender, para el culé contemporáneo, la idea de que Sergio Busquets empiece en el banquillo en un partido de este calibre. Ernesto Valverde habló de fiebre, Jon Aspiazu de decisión técnica. Nunca lo sabremos del cierto. Lo que sí sabemos es que la cama es el espacio aconsejable para alguien que pasa por un proceso febril, mientras que el banquillo es el espacio reservado a los jugadores que están disponibles para entrar en el campo. Busquets estaba ahí. Qué más da. O no. 

Porque fue el pequeño remolino formado por Rakitic, Roberto y Frenkie, con los dos últimos (semi) liberados para acercarse a la base del centro del campo para pedir y distribuir, el que no consiguió naturalizar y hacer efectivas parte de las conexiones habituales en cuanto a inicio de la posesión del balón azulgrana. La consigna y la intención de sacar el balón siempre está ahí, pero carente de una estructura colectiva automatizada para llevarla a cabo. Lo único que parece importar es llegar lo antes posible a Messi. Se supeditó en exceso la salida al self-sustaining de cada jugador, a esta autosuficiencia que se le presupone a cada centrocampista del equipo. De Jong sigue tirando paredes para moverse inmediatamente y generar superioridad en micro espacios, pero el balón no le llega. Parece no entender cómo se puede supeditar un aspecto tan importante a la inspiración momentánea de cada jugador. Que la hay, sí, pero no siempre basta. No ante centros del campo intensos como el del Real Madrid a lo largo de noventa minutos. El resultado fue una circulación poco fluida, intermitente y en momentos hasta inexistente, poniendo ante el espectador la enésima evidencia de que a las puertas de 2020, y aunque a algunos ya no les parezca que es así, Sergio Busquets sigue siendo el material conductor que mejor permite que se sigan encendiendo las luces de sala de máquinas culé.

Fue a partir del primer cuarto de hora que un Real Madrid, con una propuesta algo más nítida, movió el balón y encerró durante espacios de tiempo continuados al Barça en su área, que pese a algunas llegadas puntuales no logró implementar lo que tan a menudo consigue en el Camp Nou. Llegaba la media hora, los treinta y cinco, los cuarenta minutos y la propuesta seguía la misma tónica: un suave oleaje azulgrana que puntualmente llegaba a la cala de Thibaut Courtois, pero que lo hacía de forma poco preocupante para el portero belga. Dominio blanco. Bandera verde en la costa. Alguna corriente puntual que te pone sobre aviso, pero inofensiva. Una propuesta que hace aguas. Terreno apto para todos los bañistas madrileños. Sin riesgo de olas gigantes o tsunamis. Nada de nada.

Un Barça empezó la segunda parte haciendo de un triste “despeje y volver a defender” su modus vivendi. Fue para el equipo la forma más eficaz de, cubo en mano, sacar el agua con el que la tormenta blanca empezaba a inundar la cubierta de su barco. Ni falta hace decir que este escenario, en casa y contra el máximo rival, era de todo menos la propuesta deseada por la tripulación y los miles de pasajeros que asistían el partido, por mucho que hasta el momento sirviera para mantener el equipo a flote. Los síntomas de dolor y mareo estaban ahí, quizás más por tener que ver a este equipo reducido a una propuesta tan mediocre que por el sufrimiento del propio partido. Presenciar que el primer salvavidas que Valverde introdujo en el campo fue Arturo Vidal no ayudó a ello. ¿Sensación? La recurrente, la habitual: esperar a que el capitán Messi sacara -por enésima vez- al equipo del inminente choque contra un (blanco) iceberg al que, con cuarenta minutos por delante, parecía dirigirse. Un cuarteto de violines interpretando el ‘Nearer my God to Thee’ empezaba a sonar en algunas mentes culés, pero el Madrid no supo finalizar el buen trabajo que llevó a cabo durante estos minutos.

Hubo un cambio de dinámica, sí, pero tampoco fue Leo Messi quien la generó de forma directa. No es fácil que las fuertes corrientes futbolísticas puedan persistir de forma continuada, y eso acabó pagando el Real Madrid a nivel físico. Un tramo de reducción de marcha empezó a partir del minuto setenta, y aunque estuvo bien Zidane introduciendo dos cambios precisamente en este momento, el partido acabó con fases de idas y venidas que permitieron al Barça volver a encontrarse (que no reconciliarse) mínimamente con el balón. No en cuanto a calidad, pero sí en algo más de cantidad. De hecho, lo primero no apareció en todo el partido, dejando el desarrollo del Clásico en clave culé en algo tremendamente neutro, plano y gris en cuanto a sensaciones y motivos para el optimismo. Somos una afición que vive con el mar en calma, pero con la angustia de saber que cada vez queda menos para que nos pille la siguiente tormenta. 

«Jugar al fútbol es muy simple, pero jugar un fútbol simple es la cosa más difícil que existe». #GràciesJohan

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