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Polideportivo

De la prisión a lo más alto del podio

Si uno camina por el paseo marítimo de Santa Mónica, es muy posible que se quede sorprendido por ese corrillo de gente que está concentrado lejos de la orilla donde Pamela Anderson y David Hasselhoff hicieron las delicias de los adolescentes de los 90. Allí se imaginará que algún artista callejero habrá construido una obra de arte con la arena, o algo parecido. En cambio, la sorpresa será aún mayor cuando vea que hay tipos con el torso descubierto, con abultados músculos por todos lados para el común de los mortales y sudando con las venas del cuerpo bien marcadas, haciendo acrobacias sobre una barra que parecen sencillas hasta que uno queda en solitario y trata de probar que es directamente imposible.

“Si tú me hubieras dicho a los 18 años dónde iba a estar ahora mismo, primero me habría reído en tu cara y luego te habría robado y te habría dejado hasta sin pantalones”. Dice Chris Luera, desde hace años conocido como Tatted Strength, en busca de una nueva identidad que le hiciera olvidar su pasado. Nació en California a finales de los 80 (1986), en el seno de una familia adicta a las drogas que le dio en adopción cuando cumplió tres años. No sabe el nombre de su padre biológico y en prisión le dijeron que su madre había muerto de sobredosis y que por eso, su padre decidió deshacerse de ellos.

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Con 8 años, le diagnosticaron dislexia y trastorno de déficit de atención e hiperactividad a un nivel muy severo. Necesitaba ayuda en las clases y tratamiento, y todo lo que le envolvía se convirtió en pánico. Cuando creció, ese miedo se convirtió en agresividad, y fue la gasolina perfecta para encontrar todos los problemas. Con 11 años descubrió que esnifar el líquido para limpiar los ordenadores le causaba un mejor efecto que el medicamento que le había puesto el médico para sus trastornos… Y comenzó a experimentar. Con 13 años ya fumaba todo tipo de sustancias de manera habitual, consumía alcohol y sacaba el dinero necesario robando a los niños ricos de su instituto. Quería ser popular en su entorno, respetado, y cuando le preguntaban por su futuro admitía soñar con ser gánster.

Entre los 13 y los 15 años pasó por varios campus para adolescentes tras haber sido detenido en mil y un actos de vandalismo y un día, cuando llegó borracho a casa y discutió con su madre, le robó el coche y trató de huir de la policía, que había llegado para calmar la situación. Le cayeron cinco meses en un reformatorio, un lugar donde los aspirantes a reales convictos peleaban por ser el macho alfa del lugar. El primer día de clase, nada más salir de esa cárcel juvenil, se le ocurrió llevar a clase una pipa para fumar droga… Y acabó de vuelta en el mismo correccional. De allí salió una absoluta banda criminal, aunque Chris solo se solía encargar de pintar grafitis y un vandalismo menor. Pero pronto, haciendo murales con otras bandas, conoció gente aún más oscura y se acabó uniendo a otra crew. Y se encontró a las pocas semanas robando pequeñas tiendas y corriendo con el botín. Con 17 años, las peleas entre bandas se hicieron más violentas, sobre todo porque solía salir siempre con grupos de jóvenes mayores que él, así que decidió ir a todos lados con pistola. “Ser capturado por un miembro de otra banda y estar desarmado era una sentencia de muerte”.

“Todo el mundo me decía que yo estaría muerto o en la cárcel a los 25 años. Tenían razón en ambas”. Estuvo a punto de morir cuando, por simple diversión, un amigo y él le quisieron robar el coche a un tipo que acababa de aparcar donde ellos estaban sentados. El arma de su amigo se disparó en el forcejeo y pasó a milímetros de su cabeza. Ser adicto a las drogas le causó problemas. No solo traficaba, consumía la que debía vender. Contrajo deudas con gente muy peligrosa que le amenazaba constantemente y, en busca de dinero para seguir con sus adicciones, le quitó todas las pertenencias a su familia, su gente cercana, y comenzó a ser más torpe en sus robos en pequeños comercios.

Chris Luera, dando una conferencia.

Una noche, un coche comenzó a perseguirle. De él se bajaron dos tipos con pistolas, le pusieron contra el suelo y cuando él esperaba el disparo final de algún líder de una banda rival, le pusieron las esposas. Policías de paisano habían terminado con sus días de libertad. Como aspirante a gánster, lo que más le dolía era la forma de detención. “Siempre me había imaginado que entrarían en mi piso los S.W.A.T. por algo terrible que hubiera hecho. Pero no. Mi vida criminal terminó por pequeños robos y violaciones de la condicional”. Se sintió decepcionado consigo mismo. Tras muchos años de reformatorios, ahora le esperaba una penitenciaria estatal de máxima seguridad. Había oído de todo sobre ellas y se sentía preparado para la violencia. Solo tenía 19 años.

Había más presos que camas. Por lo que las luchas violentas por no dormir en el suelo eran diarias. Aunque lo peor eran las batallas con los guardas, que, armas en mano e impidiéndoles defenderse, les propinaban palizas sin parar. Los motines, las peleas con los compañeros, las luchas de bandas allí eran mucho peores. Si alguien iba a por uno, era imposible escapar. Asiáticos, mexicanos, blancos y negros. Además de los policías. No tenía miedo a la situación, pero sí a la imprevisibilidad. Cuando salió después de casi dos años, se prometió que no volvería jamás. Se alejaría de las calles, dejaría las drogas.

Nada más quedar libre, sus amigos le recibieron con una fiesta. Drogas y excesos. Se le partió el corazón cuando vio que estaba decepcionando a su familia otra vez. Compró un arma con la intención de suicidarse, pero entendió que le faltaba valor para ello, así que ideó un plan para que la policía le disparase y ser asesinado. Un tiroteo en un intento de robo. El plan salió mal. 19 días después de salir, ya estaba otra vez en la cárcel. Esta vez, fueron más de tres años. En su segunda sentencia, contactó con su hermana biológica. Algo cambió dentro de él, aunque le costó mucho saberlo. Tras su segunda condena, se convirtió en más violento aún. Y el periodo de tiempo entre su segunda entrada en prisión y la tercera esta vez fue de 22 días. Le cogieron robando un coche. Un minuto antes de haberlo robado, dejó su pistola a un amigo. Si le hubieran capturado con ella, nunca habría salido de prisión.

“La cárcel era mi trabajo. En 5 años, había estado libre 41 días. Como unas vacaciones”. Así que decidió ser el más duro del lugar. Se tatuó el cuerpo entero, le esperaban otros tres años a la sombra. Aceptó esa forma de vida. Pero en uno de sus eternos aislamientos en el agujero, donde le privaban de salir al patio y se pasaba días encerrado entre cuatro paredes de hormigón sin una pequeña ventana, pensó. Pensó en todo lo que le había pasado. En que le habían dado oportunidades de vivir que no había aprovechado. Y ahora sí, decidió cambiar.

Una nueva vida

Cumplió condena, salió, trabajó, conoció a una mujer que se convirtió, al fin, en una pareja estable. Se sentía por primera vez en su vida útil, tras muchos años. A veces veía fantasmas del pasado. Pero no recaía. El día de su 26 cumpleaños, su madre adoptiva murió de cáncer. Y eso le abrió un nuevo horizonte. No le había dado la vida, pero se la había salvado. Cayó en una profunda depresión, pero ni por un instante pensó en tomar su antigua vida. Ni probó el alcohol, siquiera. No tenía fuerzas ni para salir de casa. Y un día, intentando recobrar la forma, eliminar tensiones y presiones, empezó a hacer rutinas de ejercicio que veía a sus compañeros en las celdas. Después, un amigo le ofreció ir al gimnasio a soltar adrenalina y ahí empezó su nueva vida. Se convirtió en adicto, pero esta vez del gimnasio. Y desde entonces, ni su hermana ni su mujer se han preocupado nunca más por él. 2013 fue la primera vez que pisó uno. Esculpió un cuerpo tremendamente musculoso, comenzó a hacer rutinas inventando cada vez un nuevo movimiento. Le encantó eso de llevar su cuerpo al límite, pero más allá de levantar pesas, a él le gustaba la calistenia.

Su ego le llevó a retar a aquellos que llevaban años practicándolo. Y sus condiciones innatas les acabaron dejando perplejos. Chris se inventaba nuevos ejercicios, cada vez más difíciles, que ellos ni habían imaginado. Empezó a entrenar con los mejores en las playas de Los Ángeles. Venice, Santa Mónica… En apenas siete meses, el mejor ya era él. Tanto, que sus compañeros le obligaron a inscribirse a un evento llamado ‘La batalla de las barras’ (que era el campeonato del mundo de calistenia) que tendría lugar en Los Ángeles. Lo ganó, frente a competidores de todo el mundo que habían dedicado toda su vida en cuerpo y alma a la calistenia. Chris no llevaba ni un año haciendo rutinas.

https://www.instagram.com/p/Brd3yTWnTuY/

El speaker le anunció como ‘Tatted Strength’ y así nació su leyenda. Entre 2013 y 2017, venció tres veces en el campeonato del mundo. Su popularidad creció. Todo el mundo quería entrenar con él. Las marcas le brindaron miles de ofertas y él se sacó el título de entrenador de fitness, además de ser considerado uno de los mejores entrenadores de calistenia del mundo por la organización. Ahora, vive la vida en base al respeto. Su objetivo es enseñar a los demás a no ser como fue él una vez y no duda en invitar a todo el mundo a probar a su lado en las barras de Venice Beach y Santa Mónica. Aún, cuando va por la calle, tiene que lidiar con las miradas que le juzgan por su aspecto. “Jamás llegarás a nada con esos tatuajes”, admite que le han dicho en multitud de ocasiones. En otra época, Chris no habría dudado en googlear su nombre y enseñarle a quien se lo dice que ya es alguien, que hay miles de entradas en internet sobre él, que tiene más de 100.000 seguidores en las redes sociales, que ha escrito un libro sobre su vida y que tiene un séquito de gente a la que no conoce de nada esperando para entrenar algún día con él y estrecharle la mano. Pero Tatted Strength hace mucho tiempo que cambió.

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