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Cicatrices

Recuerdo perfectamente la sensación que me invadió cuando se precipitaron los acontecimientos. No sé si era mayor el estupor, la vergüenza, o la impotencia de no poder intermediar en lo que consideraba un harakiri en toda regla. Quique Setién, el entrenador que reverdeció laureles marchitos por estos lares y resituó a nuestra Unión Deportiva en el panorama futbolístico internacional, fue noticia durante semanas por una negociación -la de su renovación- digna de una película de Scorsese.

El dislate fue tal (filtraciones de cifras y propuestas de carácter privado, mensajes contradictorios a los medios por parte del club y una alternación bipolar de golpes en el pecho y palmaditas en la espalda) que terminaron de convencer al entrenador cántabro de que su futuro estaba en otra parte. Así, sin anestesia, la afición tenía que encajar el hecho de que el mejor entrenador amarillo de las últimas décadas hacía las maletas con el ceño fruncido. Ese fue el origen, el resto de la historia es de dominio público: un cúmulo de decisiones cuestionables no sólo en el fondo, también en el proceso que se siguió para llegar a ellas.

¿Había un plan realmente trazado o vivía la dirección del club en el oportunismo y la improvisación constante? Lo que hace poco más de un año era un innegociable proyecto de cantera con Europa como desiderátum, derivó en un éxodo de futbolistas canarios y una importación de “mercenarios” (Jémez dixit) como remedio para esquivar un descenso más que amenazante. De tocar el cielo con las yemas de los dedos a merodear las puertas de Cerbero. 

Pensando en todo esto, en el éxito y en el fracaso, me vinieron a la cabeza unas palabras de Marcelo Bielsa.

«Los momentos de mi vida en los que yo he crecido tienen que ver con los fracasos; los momentos de mi vida en los que yo he empeorado, tienen que ver con el éxito. El éxito es deformante, relaja, engaña, nos vuelve peor, nos ayuda a enamorarnos excesivamente de nosotros mismos; el fracaso es todo lo contrario, es formativo, nos vuelve sólidos, nos acerca a las convicciones, nos vuelve coherentes.» 

Dejando de lado lo paradójico que resulta que llamen loco a un señor capaz de hilvanar una reflexión tan cuerda y realista, no puedo evitar extrapolar el discurso al contexto de Las Palmas y sus gestores. Mi humilde opinión al respecto es que, efectivamente, quienes manejan el club sufrieron un enamoramiento exagerado de sí mismos, sus capacidades y sus logros. También, que ese enamoramiento y esa necesidad de atribuirse ciertos éxitos tuvo su brote, cual pandemia, en el vestuario de una plantilla poco acostumbrada a las loas y al aplauso unánime. Los vítores ya no venían de donde siempre, su público; de repente la prensa especializada, medios internacionales incluso, ensalzaban las virtudes de unos futbolistas especiales, madurados por el salitre y la arena, que comenzaron a sonar incluso como internacionales. De golpe, el seleccionador marcó en su agenda el nombre de hasta cinco futbolistas de un humilde club de la Macaronesia. Quizá faltó algo de mesura, que los reportajes -magníficos muchos de ellos- dedicaran algo de metraje a recordar lo venenoso que puede resultar el éxito. No era su cometido, claro. El caso es que nadie puso freno, y el club entró de lleno en una espiral que le ha llevado a lo que, hace no tanto tiempo, parecía poco menos que una distopía. Un despropósito que se ha llevado por delante a tres técnicos, ha provocado una reestructuración de plantilla impropia de un mercado de invierno y no ha hecho más que acentuar la brecha existente entre club y afición.

Lo más preocupante, pero a su vez también lo más esperanzador, es que no sabemos qué vendrá mañana. El quid de la cuestión, independientemente de que el club salve o no la categoría, es saber si los gestores de Las Palmas hicieron caso a Bielsa y aprendieron del fracaso. Ojalá y éste los haya hecho crecer. Ojalá y la senda del futuro la marque la coherencia.

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