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Totò Schillaci y las noches mágicas

Es una de las fábulas más recordadas de las historia de los Mundiales de fútbol. Ocurrió hace justo 25 años, durante esas noches mágicas de Italia ’90 que hicieron soñar a italianos y no en esas aventuras persiguiendo el gol bajo el incesante calor veraniego. El cierre del torneo lo puso un 8 de julio Andy Brehme desde el punto de penalti, dando a la Alemania que se estaba reunificando el título frente a la Argentina de Maradona. Pero la historia más bonita ocurrió antes en los campos italianos.

Fue Salvatore Schillaci, el gran protagonista de ese torneo, el que nadie se esperaba, el rostro de la ilusión de una Italia que avanzaba partidos y rondas gracias a Totò, que convertía en mágicas las noches con sus goles, como cantaban Edoardo Bennato y Gianna Nannini. Seis goles que supusieron cinco triunfos para que la anfitriona Italia alcanzara el podio: solo el penúltimo fue para empatar contra Argentina y caer eliminados en la tanda.

Schillaci fue también el símbolo del sur de una Italia partida en dos, una ruptura todavía patente en numerosos ámbitos de la vida en el país, ahora y entonces, como quiso aprovechar sin éxito Maradona, ídolo en Nápoles, antes de esas semifinales disputadas en la ciudad partenopea. Siciliano, palermitano de nacimiento, crecido futbolísticamente en Messina y que dio el salto a la industrial Turín, a la Juventus, un año antes de ese Mundial. Junto al napolitano Ciro Ferrara y el irpino De Napoli, eran los únicos representantes del sur en la convocatoria italiana.

 

Último delantero de la lista tras anotar 15 tantos como bianconero en su debut en la élite tras muchos años goleando en Messina, tenía la esperanza de cumplir un sueño disputando al menos unos pocos minutos en el campeonato del mundo. Schillaci entró al campo con empate sin goles en el minuto 75 del partido inaugural contra Austria, sustituyendo a Carnevale. Un par de minutos más tarde, con un gran salto se imponía a la defensa y daba el triunfo a su país cabeceando un centro de Vialli.

Comenzaba el sueño. Schillaci, ya titular, abrió el marcador contra Checoslovaquia en el último partido de la fase de grupos, cazando un balón suelto de cabeza; agujereó el muro uruguayo en octavos con un disparo desde la frontal; empujó un rechace tras un tiro de Donadoni para batir por la mínima a Irlanda en cuartos; otro rechace del portero tras una jugada que él mismo había iniciado ilusionó con la final a Italia; y finalmente dio de penalti el tercer puesto a la azzurra.

Seis goles, todos decisivos, todos al primer toque, su único estilo posible. No tenía gran técnica, no era eléctrico ni veloz, tampoco especialmente fuerte. Tampoco lo necesitaba: se valía de su voluntad, su olfato y su inteligencia sobre el campo. Estaba donde había que estar. Sus ojos fuera de las órbitas, celebrando en carrera hacia ninguna parte los goles, con la tez morena y las facciones marcadas por el sur, el pelo corto, con entradas, de aspecto envejecido pese a sus 26 años pero en la plenitud. La viva imagen de la ilusión, del sueño cumplido.

Como una estrella fugaz en una serata estival, Schillaci solo brilló ese mes, apagándose sin solución tras el partido por el tercer puesto en el San Nicola de Bari como se había iluminado unas semanas antes con la llamada de Vicini para ser convocado. Su carrera se diluyó entre lesiones y falta de continuidad, entre la Juventus, el Inter y Japón antes de su pronta retirada, tan rápida como fulgurante fue su ascenso y éxito.

Quedará, sin embargo, para siempre, la emoción y la magia de esas noches, el ejemplo de Schillaci, la recompensa al trabajo duro, al sacrificio, al sufrimiento, a la ilusión. Y qué mejor escenario que un Mundial. Un sueño de verano. Un’estate italiana.

Madrid, 1993. Oscense de adopción. Editor en @SpheraSports. Combino Calcio y ciclismo con todas las consecuencias.

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