En Nueva York, la Final va en tromba. Con un Nadal desatado. Con un Anderson al borde del pánico. Sin levantar la bandera blanca pero consciente del Tourmalet que tiene enfrente.
Encaramado a su tenis. Nadal levanta el cemento como el polvo de ladrillo de París allá por junio. Agrieta la Ashe. Rompe en pedazos los libros de récords. Reiventa el concepto del aguante. Crea uno propio. Uno que no tiene definición.
El mallorquín despide los fantasmas. No baja la guardia. Le quema la bola. La siente como número 1 de nuevo. La palpa entre derechas que cortan el viento como una cuchilla. Enarbola España al grito del «¡Vamos, Rafa!». Neutraliza Sudáfrica pendiente de un hombre cuya raqueta sufre de vértigo en la Central más grande del globo.
Nadal mira de frente a Nadal. Los Grand Slam del 2017 se despiden con sabor vintage. Dos para él; dos para Federer. Pero el suizo hace tiempo que dejó Queens mientras Rafa se amarra, con más ganas que nunca, a la sensación de lo inefable para aupar su tercer Grande en Nueva York.
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Camina serio y concentrado. Explora todos los ángulos. Estudia milimétricamente la red. Tapona la pérdida de intensidad. La agolpa en un frenesí interno que se desata reverberando en el octógono de Flushing Meadows; creando una intensidad de señal similar a cualquier seísmo.
Van dieciséis. Comenzó el año con catorce. Son 31 años. Nadal vuelve a hacer lo imposible con el firme criterio de repetirlo. Marca clara su huella (una vez más). Su pisada vale oro. La lección que deja debería estudiarse en los colegios como fiel pauta para superar el examen de la vida.
En la ciudad de los rascacielos, Nadal se coloca, pieza por pieza, hasta erigirse por encima del resto en un cuadro de dudas. Hoy el balear ya no es espejismo. Hoy su reflejo es fiel imagen de la realidad que lo desborda.
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