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El día que murió Luis

El día que murió Luis era sábado. Cualquier atlético lo recuerda. Como recuerda la novatada del Levante para dar la bienvenida a los rojiblancos a segunda división (el primer día de trabajo de aquel Atlético de Madrid 2000-2001 fue tan nefasto que recordó al de Antonio Ricci en Ladrón de bicicletas) y las emboscadas que, cada partido, la realidad tendía al sueño de encontrar oro en ese primer año en el viejo oeste de la categoría de plata. Memoria episódica lo llaman.

El aficionado colchonero, el que sabe – como Luis – que lo de pupas es un apodo que al Atleti le cae tan bien como a Audrey Hepburn un Magnum .44 el mejor revólver del mundo, capaz de volarte los sesos de un tiro -, recuerda incluso el lugar donde escuchó la noticia y qué hacía en aquel momento. Incluso recuerda los recuerdos que la radio, la televisión o un mensaje en el móvil exhumaron de su memoria al enterarse de que Luis Aragonés acababa de fallecer: a su abuelo materno repitiendo como un dogma que ni Raúl García, ni Vizcaíno, ni siquiera Leivinha, que el 8 del Atleti era de Luis; al tipo sentado dos filas más arriba en la grada del Calderón, el del puro y la colonia barata, asegurando que él vio en el estadio el hat-trick de Zapatones contra el Cagliari; al entrenador del juvenil Ángel Sotos recitando de memoria el once de Marcel Domingo campeón de liga en la 69/70.

Y lo recuerda porque el Atleti era Luis. Porque siempre volvía no importaba cuándo ni adónde. Como cuando marchó al infierno para resucitar un muerto cuya defunción el mismo había certificado un año antes en Oviedo. Porque levantó los brazos antes de que el balón entrara en la portería de Maier. Porque bautizó las redes del entonces Estadio Manzanares. Porque en el cielo ya no se pisa el escudo del Atlético de Madrid. Y así, al recordar, se secaron las lágrimas, que las hubo, y el cerco de sal esbozó una sonrisa con esos recuerdos.

En sus últimas entrevistas Luis aparecía macilento, con la piel surcada de manchas, con más nervios y menos fuerza que de costumbre. Encorvado y con la mirada dulcificada del que, como decía T. S. Eliot, quizá ya había presenciado al lacayo eterno con el abrigo en sus manos. Sólo que en vez de un abrigo, la muerte, estaría sosteniendo aquella pelliza marrón, la misma con la que braceaba en un calentamiento en el Plantío.

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La noticia fue, en cualquier caso, una sorpresa. La leucemia que padecía había sido mantenida en secreto y ni siquiera algunos de sus más allegados conocían el grave estado del de Hortaleza. Así que la prensa tuvo que improvisar homenajes y panegíricos.

Luis no fue nunca de trato fácil. Puede que incluso, como decía Fernando Fernán Gómez cuando le calificaban de cascarrabias, el eufemismo sea, más si cabe, suave. En ocasiones hosco y esquinado, no había dique que contuviera su exceso de franqueza, lo que le granjeó duras críticas. En ocasiones, el acoso fue tal que algunos llegamos a pensar que ciertos medios no perdonarían a Luis haber ganado la Eurocopa porque así había matado la esperanza de pasar de cuartos. Pero no hubo hueco para las críticas ese día. El sábado 1 de febrero de 2014, incluso los medios que en su día trataron de conducirlo a la ignominia, hasta los periodistas que intentaron robarle el honor que sí expoliaron a Katharina Blum, estuvieron a la altura y brindaron a Aragonés el respeto que merecía.

Acapara sobre sí todo un enjambre de infamias” recita (a Macbeth) V, el protagonista de V de Vendetta, la primera vez que aparece en pantalla. Y así ocurrió con Luis durante la fase de clasificación para la Eurocopa de 2008 cuando decidió dejar a Raúl fuera de las convocatorias para la selección. Quizá sea de nuevo un eufemismo. Lo que pasó, en palabras del propio Luis para arengar a los suyos antes de la final de Austria, es que les llovieron hostias de todos los colores. Ni infamias ni oprobios, que suenan a insulto bien tirado de Cyrano de Bergerac. Hostias en formas de portada y de editoriales escritos mientras se masticaba un avispero. Análisis sesudos de hasta el más insignificante tiralevitas que tuvo que borrar entradas de su blog para no comerse las palabras pocos meses después.

Pero no aquel sábado. Ni aquel domingo que fue cuando los principales diarios dedicaron la portada a la noticia. Los elogios de esos días fueron sinceros y sin atisbo de cinismo. Y es que Luis también era el fútbol. Porque el fútbol, señores, no son garabatos en una libreta, y una pizarra no vale para nada. Porque sólo importa ganar, y ganar, y ganar, y volver a ganar. Porque a los mejores delanteros del mundo se les pide (de usted) que le miren a los ojitos para que no se conviertan en críos. Porque a los críos se les zarandea por la pechera para que se conviertan en los mejores delanteros del mundo.

La memoria del aficionado rojiblanco juega en ese fin de semana con flashbacks y elipsis. El improvisado mausoleo en la puerta 8 del Calderón se mezcla con las imágenes de la gente del fútbol llegando al tanatorio de la Paz. Velas, Adelardo y Collar, veteranas bufandas, Puyol con Xavi y Cesc e Iniesta, un ramo de rosas rojas y blancas tumbado en la acera, San Román preguntando dónde estaba su amigo y recortes de periódico mal pegados al mármol de las paredes del estadio desfilan en esta cinta en un montaje acelerado y emocionante para desembocar a las seis de la tarde del domingo en el césped del Vicente Calderón en una panorámica vertical. Adelardo, Ufarte, Gárate, Rivilla, Capón, San Román, Melo, Calleja… un pedazo de la historia atlética aparece en el campo portando una camiseta gigante con el número 8. San Román, roto por la emoción, alza su puño a la grada y al cielo, para luego empaparse los dedos de dolor al frotar sus ojos. Gárate, más cohibido, pero con la melancolía discreta y serena de aquel futbolista que no celebraba los goles por respeto a sus rivales y a su oficio. Y por megafonía resuena una sencilla melodía a piano mientras en el videomarcador se suceden las imágenes de Aragonés. Del Luis jugador. Del Luis entrenador. Del Luis atlético. En la grada, silencio. Sin verbo, sí. Y el silencio se esconde cuando los jugadores de la Real y el Atlético se dirigen al círculo central para emerger con más fuerza en otro emocionante minuto donde el once rojiblanco rompe el guión para abrazarse a los ex-jugadores atléticos. Y de nuevo los cánticos hasta el pitido inicial. Y es entonces cuando el silencio decide, en un alarde de método, improvisar y robar protagonismo…

David Villa dedica su gol a Luis, un día después de su fallecimiento

David Villa dedica su gol a Luis, un día después de su fallecimiento

Decía Galeano que los estadios árabes pueden tener palcos de mármol y oro, y tribunas alfombradas pero que carecen de memoria y no tienen gran cosa que decir, son una oda al silencio. El silencio también se hace hueco, culpable, en los partidos a puerta cerrada, donde uno puede escuchar hasta la caricia de un empeine por televisión. Pero si hay un silencio escandaloso es el de un estadio lleno. Por eso, la siguiente secuencia, muda, conmueve como pocas. La escena dura 7 minutos y 59 segundos y la protagonizan más de 50.000 gargantas a punto de herniarse contenidas por la emoción para romperse en el grito de un nombre que resuena cada 15 días en el Manzanares.

Si estuviste en el Calderón aquella noche. Si lo viste por televisión. Si te lo han contado y tu corazón no se paró durante esos ocho minutos en los que la grada coreó en silencio, quizá lo que ocurra es que no tengas corazón. O, al menos, si lo tienes, lo que es seguro es que no late en rojo y blanco.
Eterno Luis.

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Alter ego de Pablo Albert Martínez y José Felipe Alonso Simarro (29-12-78. Sí, los dos). Pasión por el Atletico de Madrid y el cine. Y es que las comedias, los dramas, las emociones y las tragedias siempre nos sedujeron.

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