Según la página oficial de la NFL, Jimmy Graham mide 2’01
metros y pesa 120 kilos. Semana tras semana, cuando las luces del estadio
alumbran el césped de los escenarios más asombrosos del planeta, tiene que
enfrentarse a rivales más corpulentos y más pesados que él. Graham, Tight
End de los Green Bay Packers, no le tiene miedo a nada ni a nadie. Pero
hubo un tiempo en el que no todo fue así.
Porque Jimmy Graham no siempre estuvo en la situación en la
que hoy vive, una de las estrellas de la NFL y que hace unas horas se quedó
a las puertas de jugar la Superbowl cerrando un cuento digno que, de
llevarse a la gran pantalla, podría recaudar bastantes millones de dólares.
Esas vivencias e historias de superación que tanto gustan a Hollywood, y que
incluso a veces son endulzadas si se tiene en cuenta cómo fueron de crudas en
la realidad.
Jimmy Graham nació y creció en Carolina del Norte, en el
seno de una familia destrozada. Nunca conoció a su padre biológico
y su madre apenas le mostró cariño en su infancia. Ella, muy joven, eludía
responsabilidades, permitiendo estar al pequeño Jimmy a su libre albedrío la
mayor parte tiempo y dejándole en otras muchas ocasiones a cargo de
familiares más o menos cercanos y conocidos del barrio.
Pero hubo un día en el que llegó el punto de no retorno. La
pobreza que asolaba a esa familia desestructurada obligó a su madre a
tomar una decisión: deshacerse de su hijo. No podía seguir
manteniéndole, por lo que trató de intentar que un antiguo ligue suyo se
hiciera cargo de él. El padrastro, llamémosle así, le quería, pero supondría un
gasto extra para él por un niño al que no le unía ningún tipo de vinculación
familiar o sanguínea, así que exigió que la madre le pasara una manutención
de 98 dólares al mes.
Ella se sintió atacada, rompió todo tipo de acuerdo de
inmediato y, tras unos meses donde siguieron viviendo juntos, tomó la decisión
más drástica. Subió al pequeño Jimmy, que entonces tenía nueve años, a su
coche, y le abandonó en una sede de servicios sociales con apenas un par
de bolsas de basura donde guardaba algo de ropa y sus pocas pertenencias. “Fue
el momento más duro de mi vida”, afirma él. “Me había dicho que íbamos a
dar un paseo, pero todo cambió de repente. Ella detuvo el coche y me dijo que
me bajara, yo no tenía ni idea de qué estaba pasando. Ella simplemente me dejó
allí”.
Al poco, ingresó en un centro para menores, mezcla de
orfanato y de reformatorio. Era el más pequeño, por lo que fue siempre uno
de los principales objetivos para los matones del lugar. Un día, le dijeron
que iba a ser el saco de boxeo para entrenar y entre cinco chicos mucho
más mayores le golpearon sin piedad. De la paliza que le pegaron estuvo tres
días sin poder moverse de la cama. Cuando se recuperó, lo primero que hizo
fue llamar a su madre suplicando que le sacara de allí. Ella simplemente le
colgó. “No debía estar allí. Era un sitio para gente violenta, había
ladrones y delincuentes. Y yo solo era un niño normal, educado y pequeño. No
podía sobrevivir allí”.
Tras casi un año, su madre lo rescató de aquel lugar, pero
la pesadilla no había acabado, porque Jimmy fue entonces objetivo también de las
agresiones del nuevo novio de su madre. Vivía con miedo. Encontró refugio
en la iglesia, en un grupo de oración que se reunía una vez a la semana.
Solo iba allí porque daban comida gratis, pero una voluntaria, Becky
Vinson, empezó a interesarse por él.
Becky consideraba que se trataba de un joven ejemplar,
inteligente, interesado y con altas expectativas en la vida. Ella y Graham
formaron un vínculo especial que le permitió abrirse y contar sus miedos y su
situación. A Jimmy le aterraba poder volver a un nuevo orfanato y Becky
comenzó a pensar en adoptarle. Ella vivía con Karina, su madre, y su
situación económica tampoco era ideal hasta el punto en el que vivían en una
vieja caravana. Pero la idea de formar una familia de tres les acabó haciendo
apretarse el cinturón.
Gracias a ello, Jimmy comenzó a prosperar en todo,
destacando, obviamente, sus estudios. Recibió una buena educación e ingresó en
el equipo de baloncesto, del que rápido se convirtió en uno de los
pilares. Su altura y su fuerza, muy desarrolladas, le hacían poseer un
físico muy atlético que a esas edades marca diferencias.
En 2009, con 22 años, su último curso en la
universidad, cuando terminó la temporada de baloncesto, comenzó a jugar con
el equipo de fútbol americano movido por Bernie Kosar, leyenda de la
universidad de Miami y estrella en la NFL con los Browns, Cowboys y Dolphins. Hizo
una temporada espectacular para ser un novato jugando en último año. Tanto,
que se pensó que igual iba a tener más oportunidades en el deporte que acababa
de descubrir en vez de en el baloncesto que llevaba años practicando.
En 2010 decidió presentarse al Draft. Los informes de
los especialistas hablaban de él como un portento de la naturaleza, con
unas condiciones físicas atléticas innatas para practicar cualquier tipo de
deporte. Pero tenía poca experiencia. ¿Y si había sido flor de un año? No fue
hasta la tercera ronda cuando un equipo lo eligió. Fueron los New Orleans
Saints, en el puesto 95. Cambió su vida.
Desde el primer día sintió una conexión especial con
Brees, el quarterback estrella y dominó con mano de hierro la posición,
hasta el punto de ser considerado uno de los mejores alas cerradas en muchas
temporadas. Lideró la Liga en touchdowns en 2013. Ha pasado en dos
ocasiones de las 1000 yardas en una temporada, registro con el que sueñan
muchos receptores y ha sido cinco veces seleccionado para el partido de las
estrellas.
Además, su carrera ha sido también, como en la vida, una
constante superación tras otra. En 2015, cuando acababa de ser traspasado a los
Seahawks, sufrió una rotura del tendón rotuliano, crítica para
muchos receptores y que se ha cobrado muchas carreras a lo largo de la historia
de la competición. Solo se perdió un mes de la temporada.
Y aunque le costó recuperar su nivel, hasta el punto de que en
Seattle se plantearan prescindir de sus servicios, volvió a mostrar su
mejor nivel entre 2016 y 2017. En 2018 firmó por los Packers y hace solo
15 días, suya fue la jugada clave que clasificó a Green Bay a la final de conferencia
dejando en la cuneta a su ex equipo Seattle. Este último fin de semana, no
pudo llevar a los de Green Bay a la final y luchar por el anillo,
quedándose, a milímetros del mayor éxito posible. Pero él, se tiente ganador
absoluto tras superar todas las adversidades de la vida. “Hace poco me daban
por muerto, creían que era un jugador acabado. Pero aquí estoy”.