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VanVleet, un marine infantil para no morir en las calles

Los Toronto Raptors viven años de bonanza. Su baloncesto está alcanzando esta campaña los mejores registros de su vida y la franquicia, de solo 22 años de existencia, busca por décima vez unos playoff que parece difícil se puedan escapar. Se erigen junto a los Bolton Celtics como la gran amenaza a Cleveland para disputar las finales de la NBA representando a la Conferencia Este y son el cuarto mejor equipo de toda la Liga. Su balance 34-15 le coloca como segundo equipo de su conferencia,a  solo una victoria de los orgullosos verdes. Los nombres de DeMar DeRozan y Lowry destacan sobre el resto. Las aportaciones de titulares como Ibaka y Valanciunas completan un equipo muy equilibrado, pero es en la presencia de su segunda unidad sobre el parqué donde los canadienses suelen romper sus partidos y encaminar la mayoría de sus victorias. Norman Powell, Fred VanVleet, Poeltl, Siakam o Delon Wright marcan la diferencia. A todos les une una cosa: han formado parte de los Raptors 905, el equipo afiliado a la franquicia que es campeón de la D-League, la Liga de Desarrollo. Allí se han fogueado antes de dar el gran salto.

Esta campaña, Fred VanVleet ha dado un paso adelante en su carrera. A sus 23 años, sus cifras en términos de minutos, puntos, asistencias y porcentaje de aciertos han subido y ya se nota menos cuando Kyle Lowry no está sobre la cancha. Promedia más de siete puntos y tres asistencias por partido y el pasado lunes logró anotar 25 ante Los Ángeles Lakers, su mejor actuación de siempre. Pero VanVleet, que no fue drafteado en su día y que solo conoce la disciplina de Toronto desde que saliera de la Universidad, bien pudo haber tenido otro destino. VanVleet nació y creció en Rockford, Illinois, que según la revista Forbes es la tercera ciudad más miserable de todo Estados Unidos. La pobreza, la elevada tasa de desempleo y las pandillas callejeras de malhechores provocan que Rockford sea una ciudad idónea para el crimen, para las desgracias fruto de una desesperanza de aquella gente que no tiene recursos y vive inmersa en el miedo más profundo.

Cuando tenía cinco años y estaba regresando de sus primeros años de escuela, VanVleet se encontró con que su padre había sido asesinado. Dos disparos en la nuca motivo de un ajuste de cuentas por los chanchullos que manejaba acabaron con su vida cuando su hijo apenas era un crío. Tres años después, su madre, Susan, conoció a Danforth, un veterano policía de quien se enamoró profundamente y que se convirtió en el padrastro de Fred VanVleet. Y también en su peor pesadilla.

A las 5.30 sonaba el despertador, con Danforth al final del pasillo gritando que era la hora de levantarse. Sin luz aún en las calles, Fred se subía al coche junto a su hermano JD y rápido llegaban a una cancha para entrenar, por lo general, con un pesado chaleco de más de 15 kilos a cuestas para fortalecer su físico y desarrollar sus habilidades. «Le pegábamos mucho en los entrenos porque encima era el pequeño», admite su hermano JD. Durante horas jugaban bajo la lluvia, bajo la nieve, con un frío intempestivo. Después, era partícipe de los simulacros policiales y realizaba ejercicio físico en las instalaciones y circuitos que tenían las autoridades alrededor de la comisaría para entrenarse.

Fred VanVleet tenía solo 10 años, pero su adiestramiento parecía casi más propio de un marine que de un crío que solo iba a la escuela y que de vez en cuando jugaba al baloncesto. Lo odiaba. Trabajaba y corría como un auténtico militar. Hacía cosas que no le correspondían. «Era muy malo. Yo solo quería ser un niño. Posiblemente, esos días no sonreía mucho», admite.

«No te vas a quedar sentado y ser un vago. No vas a ser un cualquiera. Todo el mundo puede ser un cualquiera», le gritaba su padrastro cada día, que no admitía una queja ni una réplica del mochuelo. «Los compañeros de la comisaría me decían que estaba loco por tratarle así, pero no podía dejar de hacerlo, no tenía otra opción». Porque donde quizás se vea maldad, los motivos de Danforth eran muy distintos. Quería que sus hijastros, y también su hijo biológico, se alejaran de una ciudad que solo respiraba delincuencia. Por simple estadística, Fred VanVleet habría tenido más posibilidades de morir asesinado o de acabar en la cárcel que de jugar en la NBA. «En Rockford no había nada. No teníamos esperanzas ni referentes. Aquí no hay modelos a seguir. Ningún amigo tiene padres que sean médicos o empresarios. Nadie salido de aquí juega en la NBA o es una estrella de la música», afirmaba el hoy jugador de los Raptors.

«Tengo amigos cuyos padres tienen tres trabajos y no saben si van a poder hacer la próxima comida. Cuando vives en la pobreza, solo suceden cosas malas», reiteraba. Porque VanVleet podía haber acabado como su padre, o como su gran amigo Spider, de 14 años y compañero de equipo hasta octavo grado. Danforth estaba de guardia la noche en la que Spider recibió un disparo en el cuello y se desangró en el sitio. Fue él quien le asistió y quien le contó la noticia a su hijastro, que lamentablemente ya había visto más de un episodio similar. Los Wacos o los Vice Lords, pandillas criminales que infestan las calles del vecindario, acechaban en cada esquina mientras los críos soñaban unirse a ellas.

Sin detectores de metales en la entrada del instituto, raro era el día que uno de los adolescentes no sacaba a relucir su pistola en el High School, a la hora del almuerzo, en los pasillos o en mitad de la clase. «Lo normal es que los chicos llevaran su pistola en la mochila», afirmaba. También los había que iban con el chaleco antibalas puesto, por lo que pudiera pasar. Uno de ellos, un compañero de clase del propio Fred, que decidió llevar protección días después de recibir un tiro en una pierna, se cree que de forma fortuita. En otra ocasión, un hombre fue asesinado a puñaladas en la misma calle del instituto, a la vista de todos los alumnos que se aglomeraban en la alambrada viendo cómo aquel tipo se iba poco a poco del mundo en un baño de sangre.

Había otro estudiante que nunca acudía a las clases, pero que aguardaba con su Magnum a las afueras, acechando y esperando el momento oportuno para robar la comida de los que se atrevían a salir del campus para almorzar. «Había drogas, prostitución, tengo primos que fueron disparados… Todo estaba sucediendo a mi alrededor. La gente se alarma cuando lo cuento. Pero se alarma por mi naturalidad para contarlo. Para mí todo eso era lo normal«, admite el base de los la franquicia canadiense.

Pero su camino en el baloncesto no estaba yendo bien con la soberbia de su juego y el mal hacer de sus compañeros como causantes. VanVleet se creía superior al resto solo por el hecho de ser infinitamente mejor con el balón. «Fui un idiota. Les insultaba cuando lo hacían mal». Su padrastro, de nuevo, derivó el entrenamiento miliar en otro sentido. Le hizo saber que nunca unos compañeros seguirían a un líder déspota y le preparó para ser el armador perfecto que guiara a unas tropas. Él era el general que necesitaba la lealtad de los suyos.

VanVleet tuvo mil y una tentaciones para unirse al camino malo de la vida. Pero él no quiso, su familia no le dejó y sus amigos y compañeros, viendo lo que podía ser, le prohibieron andar con malas compañías. «Nunca salía de fiesta, no podía salir de casa más tarde de las 10 de la noche. Si había una película que empezara tarde, mis padres me prohibían ir a verla y tenía que esperar al pase del día siguiente por la tarde», señala. «Mi madre me decía que iba a pasar 4 años aburrido para tener libertad el resto de mi vida». En el barrio, además, todos le habían puesto ya la estrella. «Me llamaban El Elegido entre bromas», asegura. Todo el mundo quería que llegara lejos y que hiciera algo importante, que llevara lejos el nombre de Rockford.

Sus padres no podían pagar una universidad, por lo que el único medio para salir de allí era jugar al baloncesto y conseguir ser becado por ello. Cuando llegó la época de dar el salto, solo Kent State y North Illinois se interesaron por él a medias tintas. Nada convencido, prefirió esperar hasta que le llegó una misiva de Wichita State, donde le querían como primer plato. Se comprometió sin pensarlo y, aunque luego le llegaron ofertas mejores, de equipos mejores y con aspiraciones mejores, fue fiel a su palabra. En su primer año en los Shockers fue un jugador de refresco (como es habitual para un rookie) en un año increíble para un equipo que logró llegar a la Final Four superando todas las expectativas. A final de año jugó los minutos decisivos y suya fue la canasta ganadora de más de 7 metros ante Gonzaga, favorito número uno al título que se vio apeado por sorpresa por los chicos de VanVleet.

Un año después, ya con VanVleet asentado como indiscutible en su año Sophomore, los Shockers lograron un increíble 34-0 en la fase regular, acabando como invictos antes de llegar a los playoff. Lamentablemente, en las eliminatorias solo pudieron llegar a segunda ronda. Fred VanVleet terminó sus días en Wichita entrando en los libros de historia. Es el jugador con más partidos disputados (141), con más asistencias repartidos (637) y con más robos efectuados (225) en la historia de la universidad. Fue tres veces nombrado All American y dos MVP del estado de Missouri. Hoy, VanVleet escribe su historia con letras doradas en la NBA. Nadie le ha regalado nada.

«Nadie se enorgullecía de decir que era de Rockford. Ahora, gracias a VanVleet, hay una esperanza. Se puede triunfar. Se puede salir de aquí, él lo consiguió», afirmaba su hermano JD. Hoy, los chicos sueñan con ir al instituto Auburn, aquel en cuya cancha VanVleet dejó su firma, su nombre. Porque saben que hay una vía de escape que ha pasado por allí. El 23 de los Raptors es un ídolo en su ciudad. Los niños ya no crecerán sin un referente, sin un espejo al que mirarse. Los niños, hoy, quieren ser como Fred VanVleet.

Y como toda historia de superación y amor, siempre se puede esperar un final de reconciliación, feliz. Porque cuando las cosas se hacen con el corazón, es difícil que una relación como la de Fred y Danforth se resquebraje. Cuando cayeron en el primer partido de la Final Four de su primer año en Wichita, VanVleet buscó a sus padres en la grada. Sabía que en casa solo había dinero para que uno de los acompañara al equipo en un costoso viaje, por lo que Susan se había quedado en casa mientras su padrastro animaba desde el graderío. Emocionado, lágrima viva, se fundieron en un abrazo sin decirse nada. Días más tarde, Danforth recibió una llamada. «Ahora sé por qué lo hiciste. Todo tiene sentido ahora. Ahora sé por qué me presionaste tanto. Yo no estaría aquí sin ti. Gracias. Te amo».

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