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Un ventilador

Lo de visitar Anfield con las piernas temblando se ha convertido en una ceremonia ordinaria para el Everton, casi como tirar la basura, ya que miran a un pasado tenebroso al que el optimista siempre afirma rotundamente que “la tormenta pasará” mientras coleccionan derrotas año tras año. Los de Marco Silva pisaron el verde de su eterno rival con la quinta marcha, obviando que para ello hay que poner la primera, segunda, tercera y cuarta: algo que el Liverpool ejecuta a las mil maravillas. Esperar hasta clavarle el colmillo al contrario, aunque sea en último suspiro.

Los toffees llevaron su coche con tirones, como un primer día en la autoescuela, pero supieron atolondrar a los anfitriones, que siguen sufriendo la falta de puntería de sus 3 artilleros. El único evertonian que supo calmar esos nervios fue André Gomes, al que los fantasmas de su cabeza parecen afectarle cada vez menos. Comprendió cuando debía acelerar, pausar, perfilarse y poner el cuerpo e intentó que pasaran todos los balones por sus botas. Sin esconderse. Los reds, por su parte, dominaban el cuero con mimo, sabiendo que superar el rocoso 4-4-2 iba a requerir picar mucha piedra. O algo más.

Marco Silva cumplió con todas aquellas promesas que espetó en verano y colocó a su escuadra muy arriba, a pesar de tener dos centrales con poca cintura, un contexto que no se asemeja a lo que sus dos zagueros fueron, son y serán. Sin embargo, la concentración de Michael Keane y Yerry Mina fue majestuosa, construyendo pieza por pieza la moral de un once acogotado, hasta el punto de hacer creer a los demás que podían ganar tras 20 años agachando la cabeza. Richarlison y Theo Walcott se acercaron, pero fue Gomes quien tuvo la ocasión que en cualquier otro partido hubiera entrado. Alisson Becker sacó como pudo un cabezazo del ex del Barcelona y el rebote, que impactó en la cara del portugúes, se dirigía al fondo de las mallas tranquilamente, como el que se da un rodeo por el pueblo, hasta que Joe Gómez despejara sobre la línea, previo tackling de un Gilfy Sigurdsson que ya cantaba gol mientras se lanzaba a la portería.

Los de Klopp, aun así, también se plantaron delante de Pickford gracias el nervio de Xherdan Shaqiri y la insistencia de Sadio Mané. Pero los goles no hacían acto de presencia. Ellos solían pasearse con centros laterales o disparos lejanos por la imaginación del espectador, que disfrutó de la mayoría de los elementos que suele llevar toda la receta de un derbi, pero no, no era el día. 

Y cuando el partido apagaba el cigarro, recogía sus cosas y se dirigía a casa, Trent Alexander Arnold colgó un balón al área desesperadamente. Tras el rechace visitante, Virgil van Dijk voleó un balón que se dirigía al río Mersey, un lugar de accidentes marítimos, de grandes catástrofes pero, también, de paseos en ferry y citas románticas. Sin embargo, una corriente del Mersey, un ventilador o quien sabe qué, mantuvo la pelota en el campo. Besó el larguero dos veces- a carcajadas- mientras Pickford saltaba a por ella, desconociendo que los dioses del fútbol le dieron la espalda al Everton hace mucho tiempo, al que parece que solo el villano de la película les escribe el guion. El rechace le cayó a Divock Origi, que hacía uno de sus primeros toques de esta temporada en Premier League, para empujar el cuero al fondo de las mallas. Un gol digno de bug de videojuego, en el que Marco Silva hubiera apagado la consola y se hubiera puesto con las obligaciones del día a día. Pero era la vida real. El Liverpool había ganado una vez más.

Martorell (Barcelona), 1996. Periodista freelance. Amante del fútbol y loco por la Premier League. En mis ratos libres intento practicarlo.

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