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Serie A

Un insigne hijo de Nápoles

Nunca resulta sencillo ser profeta en la propia tierra. De lo contrario no existiría el manido refrán. Un aforismo que encuentra en Nápoles su máxima expresión. Desde que Maradona llegó a la ciudad y el Napoli se convirtió en una amenaza real para los equipos del norte, donde eran recibidos con cánticos y pancartas infames como ‘Benvenuti in Italia’ o ‘Vesuvio, lavali col fuoco’, ser al mismo tiempo napoletano y calciatore del Napoli ha sido una tarea ardua, llena de presión, de contradicciones y de una exigencia feroz que además te obliga a convivir con la condición excepcional de representar a la vez a la aguja en el pajar y al estandarte.

Tampoco es que antes sobrasen los ejemplos: el gran Totonno Juliano, conocido no casualmente por ser un “napolitano atípico” y el único que pudo disputar casi toda su carrera con los colores azzurri, a excepción de un curso final en Bolonia; Vincenzo Montefusco, con sus idas y venidas en forma de cesión; o Nino Musella, que no llegó a pasar de promesa, son prácticamente los únicos. Los demás, especialmente a partir de los noventa, apenas pudieron escapar del éxodo de futbolistas napolitanos (y de todo el sur) hacia el norte gracias a las redes de captación —pocas veces ha estado tan bien utilizado el vocablo redes aplicado al fútbol— de los clubes septentrionales, en unos flujos migratorio-futbolísticos que se han mantenido hasta hoy: Montella, Di Natale, Criscito, Immobile, Donnarumma, Sebastiano Esposito

Más tarde llegaría Ciro Ferrara, vendido a la Juventus en cuanto pasaron los años dorados en un camino que décadas después se repetiría por partida doble con otros dos ídolos, estos foráneos; el mismo trayecto, envuelto en polémica, que tomó Fabio Quagliarella; o el caso de los Cannavaro, con el bueno Fabio con destino a Parma con 21 años y el menos bueno Paolo, que se fue con él para regresar años más tarde y llevar al Napoli desde la Serie B a ser de nuevo grande, siendo lo más parecido a una bandera autóctona que haya tenido el club hasta nuestro protagonista, aunque él tampoco pudo gozar de una retirada con la maglia del cuore.

Un napolitano en el Napoli, el club de la Serie A que peor trabaja la cantera y en el que más difícil resulta acceder al primer equipo a través de ella, siempre ha tenido que demostrar más que los demás en una ciudad que prefiere abrazar al redentor extranjero, a la pasión conversa y que mira con cierto recelo a sus propios canteranos. Y el caso de Lorenzo Insigne no ha sido una excepción, más bien un paradigma, una constatación. Quién sabe si por una desconfianza inicial pero sostenida sobre las capacidades de sus 163 centímetros, quién sabe si por una incomprensión sobre su particular forma de entender el juego, quién sabe si por una mezcla de ambas confundida con una inmadurez futbolística que nunca fue tal y un carácter apocado, pero vehemente y muy suyo que le ha granjeado enfrentamientos periódicos con la grada.

Como aquella vez que se negó a hablar en una presentación estival del equipo, como cuando tiró la camiseta al banquillo tras un cambio que no le sentó bien, como cuando su mujer posteó en redes sociales que aquellos que le silbaban no lo merecían, o la última: las voces que piden que no merece llevar más la cinta de capitán tras el anuncio de su marcha. Un conflicto que llega a su desenlace con un final aún por escribir, aunque demasiado prematuro, en diferido, como si al procesarlo con seis meses de antelación la previsible e injusta templanza con la que dirá adiós a Nápoles, a su Nápoles, al Napoli y a su Napoli vaya a vestirse de mero trámite, de costumbre, de resignación, de aceptación, de renuncia y al cabo de indiferencia.

Guste o no, Insigne es Nápoles y es el Napoli. Su padre y uno de sus hijos se llaman Carmine, de chaval trabajó vendiendo en un mercadillo, pidió permiso a la familia de su actual mujer, Genoveffa, más conocida como Jenny, para que se fuese a vivir con él Pescara y no le permitieron mudarse, lo que utilizó para destacar con más ahínco, ganarse un sitio en el Napoli y poder volver para casarse con ella, y todo Frattamaggiore celebró en la tienda de deportes de su hermano Antonio su convocatoria para el Mundial de 2014 con un brindis colectivo.

¿Cabe más napoletanità en las venas? Puede, pero es que Insigne también acudía a San Paolo a escondidas de su familia, que no se lo podía permitir, para ver al Napoli. También pedía ir siempre de recogepelotas una vez entró en la cantera tras ser rechazado por “bajito” en Milán, en Turín y allí mismo tiempo atrás. Y también se crio bajo el manto totalizador del mito de Maradona, transmitido con aplicada pasión por su padre pese a que él, que nació tres meses después del último partido del diez con el Napoli y que tres décadas después sería el autor del primer gol partenopeo tras el fallecimiento y definitiva resurrección del ‘Pelusa’, no llegó a verlo jugar. Aunque poco importa eso para creer con fe en D10S, como les (y nos) ocurre a todos los millennials maradonianos de puro sentimiento, más si cabe allí donde el Diego sigue siendo en cada esquina la medida de todas las cosas que habitan en este mundo. De todas sin excepción. E Insigne también cumple con todo eso. Es el pack completo. Y aquel primer gol sin Diego, tomando y besando su camiseta, fue un guiño del destino, una sonrisa cómplice, una mirada desde arriba que le legitimaba, aunque muchos de los suyos nunca lo harán del todo.

Es difícil saber qué esperaba la tifoseria del Napoli de un chaval de su misma ciudad, con todo el revuelo que eso conlleva, que se instalaba en 2012 en el primer equipo tomando el vacío sentimental de otro amatissimo argentino como Ezequiel Lavezzi y que venía de hacer en Serie C y Serie B (bajo la tutela de un Zeman sin el cual la carrera de Insigne hubiese sido otra muy distinta) más de 40 goles y una veintena de asistencias en las dos campañas inmediatamente anteriores. Posiblemente, esperaban un fantasista capaz de decidir partidos por sí solo, de portar sobre las espaldas el peso del Vesubio, de liderar al equipo, al club, a la ciudad. Casi una reencarnación del Diego, más esperada en Nápoles, donde los imposibles dejaron de existir con y por él, que el regreso del Mesías o el enésimo milagro de San Gennaro.

Pero Insigne nunca ha sido eso, al menos en Serie A. No tenía la zurda, ni el diez, ni el inigualable carisma. No tenía la electricidad, ni un talento tan inconmensurable, ni el don del gol especialmente exacerbado. No tenía la magia, ni la capacidad de poner el pecho por delante y proteger a todos los que se pusieran detrás. No ha tenido ni tiene los títulos importantes, pero quién los tiene antes y después de Maradona… Tampoco ha sido un scugnizzu, un niño de la calle, tal y como se le ha querido ver y “vender” en muchas ocasiones.

Insigne ha crecido en escuelas de fútbol, no en el fútbol callejero, en el potrero, en las poterías hechas con mochilas y sudaderas y porterías pintadas en los muros. Y muchas veces se la ha culpado de no cumplir con ese cliché o de quedarse a las puertas, por el hecho de ser él y solo él el tipo que de verdad debería sentir al Napoli por dentro. A las puertas de pasar a octavos en Champions League, a las puertas de una nueva Copa de la UEFA, a las puertas del Scudetto, a las puertas de llegar a ser el futbolista que muchos esperaban que fuese, que idealizaban, mientras se perdían el gran jugador que ya era tal y como era buscando en él lo que no era.

Crecido tácticamente con Benítez y engrandecido con Sarri, Insigne ha tenido siempre un ritmo de juego propio. Es cierto que con Zeman atacaba el área a la espalda de la línea defensiva y apostaba mucho más por el uno contra uno cuando recibía en banda, pero en la élite no lograba imponerse tanto en esos mismos aspectos por una cuestión eminentemente física. El juego de posición de Sarri y su predisposición e inteligencia para moverse, su talento asociativo y su visión de juego fue lo que le permitió generar ventajas para el resto del colectivo recibiendo el balón al pie la mayor parte de las veces. Una adaptación que le permitió conformar y protagonizar una de las mejores cadenas laterales por la izquierda que ha dado el fútbol europeo en los últimos años, junto a Ghoulam, Hamsik, Higuaín primero y Mertens después, y encontrar una mina de oro gracias a su talento para activar al jugador que atacaba el segundo palo desde el lado débil, en una conexión con Callejón que ya es mítica.

Todo ello le ha permitido no tener que ser especialmente veloz, no verse obligado a marcar diferencias en espacios amplios, aunque su conducción pegada al pie y su quiebro seco en parado también aprovechan y abren espacios sin necesidad de ganar línea de fondo, de ser un puñal profundo, de derramar exuberancia desde el regate o explosividad en carrera. Además, el propio sistema de Sarri y su idea de juego obligaba a los rivales a defender muy abajo, lo que sumado a su predisposición interior casi total también acortó su espacio disponible, dejándole con el arte de la pared, el tiro exterior al palo largo que explotó de manera algunas veces desmedida y el ya comentado envío al segundo palo como herramientas para producir cifras. Mecanismos para compensar su falta de pegada dentro del área, ya que nunca ha tenido la pólvora del killer para sacar más con menos en zonas de finalización, sino que necesita tener bien colocado su cuerpo para sacar un disparo y eso le ha restado focos y reconocimiento.

Insigne no es un crack autosuficiente como tal, es un futbolista que necesita exaltar y se exaltado por el colectivo. Y ese es también un peaje que ha tenido que pagar y otro motivo para que Nápoles, que bebe los vientos por completo por aquellos futbolistas determinantes por sí solos, no se haya enamorado totalmente de él nunca. Ni ha sido un atacante total como para convertirse en un Totti del Napoli, ni tampoco ha sido un depredador como Cavani, ni alguien capaz de apoyar sobre su capacidad goleadora toda la estructura ofensiva como Higuaín, ni un regateador eléctrico, racial y vertical como Lavezzi, ni un líder carismático, icónico y con pegada como Hamsik, ni un punta escurridizo, de giro diabólico hacia cualquier vertiente de su cuerpo y muy creativo dentro del área para finalizar como ha sido Mertens.

Su juego es más asociativo, más colectivo, más frugal salvo en su particular y predilecto último toque con el interior del pie derecho. ¿Qué ha sido Insigne sustancialmente entonces? Un playmaker, un creador de juego. Nunca ha sido un realizador eficiente pese a sus cifras y siempre se ha quedado lejos en porcentajes de acierto de la élite, aunque la confianza en su tiro le conducía a un gran volumen de remates, generalmente desde fuera, más difícil de convertir, evidentemente.  Sin embargo, su ascendente, el peso que ha tenido en el juego por su banda, el primer control con el que tantas ventajas ha extraído siempre, su talento para consolidar la posesión y hacer progresar al equipo junto conforman un muestrario de virtudes que lo compensa casi todo. Insigne podía atraer marcas, deshacerse de ellas, bajar a ayudar en la salida del balón, tirar líneas de pase hacia la profundidad del lateral o el interior contiguo, del nueve o del extremo contrario y también finalizar los ataques con peligro y con su sello y seña de identidad. Ha sido un futbolista capaz de hacer todo eso a la vez. Y aunque no haya sido una estrella deslumbrante en ninguna de esas acciones por separado, combinar todas ellas no ha estado al alcance de ningún otro futbolista del Napoli desde que Insigne es una pieza clave.

Con los años, su zona de influencia se ha ido traslando poco a poco hacia el centro, transformándose a efectos prácticos en un mediapunta o un interior de posesión y progreso gracias a su lectura del juego y a su sapiencia para partir abierto y activarse por dentro. Una tendencia que ha vivido su eclosión definitiva con Mancini. La notoriedad internacional que muchos le pedían ha tenido que ser con la selección en este último ciclo. No es casual, como casi nada lo es, que los azzurri hayan tomado para crear su estilo muchos de los conceptos de aquel Napoli de Sarri en el que Insigne se convirtió en un jugador tan y tan especial. Y aunque esa tendencia a tocar tantas veces el balón y participar con tanta asiduidad del juego le cortó las alas en parte, es la que al mismo tiempo le ha permitido consagrarse definitivamente.

“Para nosotros Insigne es único. En el rol de conector, por su manera de unir al equipo, es el futbolista menos sustituible”, afirmó el propio Roberto Mancini seis meses antes de llevar a Italia al cetro europeo. Está en el aire si desde la MLS seguirá siendo así, aunque lo más probable y esperable es que el seleccionador siga contando con él de cara al playoff y al Mundial de Catar 2022, en caso de que la Nazionale se clasifique, y si de ser así lo será con la misma importancia capital. De lo que no hay duda, por si alguien quiere volver a criticar a Insigne con aquello de que no ha demostrado nada fuera de Nápoles y de que debería haber salido para hacerlo, es de lo fundamental que ha sido en los mecanismos de juego, los automatismos, la idea y, a fin de cuentas, en los resultados de la vigente campeona de Europa.

El final de Insigne en el Napoli es doloroso, pero también esperable con su personalidad, la de Nápoles y la de De Laurentiis de por medio, todo un experto a la hora de quemar símbolos, aunque a un crepuscular Mertens, uno de los pocos que todavía le quedan, no tuvo reparos en mantenerle el salario en su renovación, mientras que para el que todavía es el jugador más importante de la plantilla la oferta fue rácana e incomprensiblemente a la baja. No sé si el San Paolo y su gente lo echarán de menos. De lo que puede estar tranquilo Insigne es de que ha sido lo que muchos, qué digo muchos, de lo que todos y todas de los que se sientan en sus gradas querrían ser: hijos de la ciudad, líderes creativos del equipo y capitanes del Napoli.

Un sueño que él, a un solo gol de igualar a Maradona, sí pudo cumplir, un sueño que casi nadie logra ver cumplido en Nápoles, una quimera, un imposible, una utopía que ahora se termina con un sabor marcadamente agridulce y el mismo aire de incomprensión que ha solido acompañarle desde el principio. Veremos si el sueño se termina con Insigne levantando otro título como capitán, tras la Coppa de 2020, que haga el trago más llevadero para todas las partes, que dote a su marcha de sentido narrativo, que sea más acorde a su historia y más justo al que debería ser su legado y que le permita partir hacia Canadá cantándole al Napoli ‘O surdato ‘nnamurato’ plenamente orgulloso y satisfecho de haber sido quien ha sido, colmado, en comunión. Si’ stata ‘o primmo ammore… e ‘o primmo e ll’ùrdemo sarraje pe’ me!

A Lorenzo le exigieron más que a nadie. Tanto a veces que hubiese estado bien comprobar cuál era la dimensión real de Insigne en otro grande de Italia, lejos del Napoli, porque a buen seguro habría seguido siendo el mismo futbolista crucial que ha sido en las faldas del Vesubio también lejos de su exigente calor, aunque su eco seguramente se habría expandido, las dudas de los escépticos se habrían disipado y él hubiese encontrado una dimensión que Nápoles le ha devuelto en forma de felicidad plena solo en contadas ocasiones. “La realidad ya no me gusta. La realidad es decadente”, acaba por interiorizar Fabietto, el protagonista de ‘Fue la mano de Dios’. Y algo así le ha sucedido a Insigne, cansado de esperar a su presidente, de aspirar al Scudetto sin que la plantilla sea reforzada desde la dirigencia para ello, pero sin querer vestir otros colores en Italia que no sean los del Napoli, en una huida por amor y por desamor al mismo tiempo hacia Toronto y lejos de un Napoli, del esplendoroso, del de Sarri, del que fue el suyo por encima de todos los otros, que con su marcha prácticamente quedará definitivamente anclado en el recuerdo, en el pasado, en otra era ya muy distinta a la actual.

Uno de los talentos italianos más especiales de la última década, probablemente el que más, dejará la Serie A y el primer nivel sin haber llegado a sentirse todo lo valorado que ha merecido, especialmente donde debió haber sido más querido, pero la realidad, aunque puede ser muchas, es solo una. Insigne se va en el pico de madurez de su carrera, después de haberse proclamado campeón de Europa, erigido en el playmaker ofensivo del Napoli, habiendo sido clave en uno de los equipos partenopeos más recordados de la historia, dejando para la memoria colectiva sus dos signature moves —el centro cerrado al segundo palo y el celebérrimo tir’ a girr’—, ejerciendo al fin como el líder esperado inmediatamente después de Sarri. Algo aún por reconocer a gran escala tras adaptarse a los cambios de sistema de Ancelotti a Gattuso y de Gattuso a Spalletti, haciéndolos mejores. Y presentando cifras más que suficientes (114 goles y 91 asistencias en 417 partidos hasta el momento) para justificarse ante los que prefieren la ciencia de la numerología al valor táctico de las aportaciones y al sentimiento de pertenencia de un jugador al que pasarán muchos años para que podamos ver algo medianamente parecido: sangre napolitana jugando en el Napoli y marcando sus pasos.

Insigne no ha sido Maradona, si es que alguien lo esperaba —nadie lo ha sido y nadie lo será, tampoco un napoletano por muy napoletano que sea—, pero es hijo de su mito viviente y de su recuerdo indeleble. No es Maradona, pero es lo más cercano a esa enormidad inabarcable que Nápoles haya parido para el Napoli. Y eso ya merece por sí solo un lugar de privilegio en la historia del club que el tiempo y su conciencia deberán saldar, aunque hoy le dejen esa deuda a medio pagar. La ya citada última película de Paolo Sorrentino, otro hijo de la ciudad, se abre con una cita del propio Maradona perfectamente aplicable a Insigne en este punto de inflexión de su carrera. Una carrera que también ha sido toda su vida hasta que el próximo verano haga las maletas para marcharse de casa: “Yo hice lo que pude, creo que tan mal no me fue”.

Imagen de cabecera: @sscnapoli

Sevilla. Periodista | #FVCG | Calcio en @SpheraSports | @ug_football | De portero melenudo, defensa leñero, trequartista de clase y delantero canchero

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