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Sandra Sánchez: la mirada del tigre y la sonrisa eterna

La primera vez que entrevisté a Sandra Sánchez (1981, Talavera de la Reina) fue en noviembre de 2018, a las puertas de un Mundial que se celebró en Madrid y que ganó como toda prueba en la que participa de un tiempo a esta parte. Por entonces ya era la mejor de la historia (se dice pronto) y eso que solo hacía tres años que llevaba en el equipo nacional. No me pilló de improviso su risa contagiosa, la misma que había mostrado a toda España en la Resistencia unos meses antes, pero sí su forma de navegar entre esa explosión de júbilo permanente y la disciplina que se autoimpone en cada entrenamiento, que le hace ser absolutamente insuperable.

Esa mirada de concentración, casi espiritual, es la de alguien que se ha entregado al karate hasta sus últimas consecuencias. Daba igual que fuera una recién llegada, que su nombre apareciese por arte de magia en el primer puesto del ranking. Quien la considerara una ‘intrusa’ estaba metiendo la pata, porque Sandra amaba este deporte desde pequeña, aunque la oportunidad le llegase tarde. “A mí me quisieron retirar desde antes de empezar. Entré a la selección con 32 años, una edad que no es muy normal, y una de las cosas que se sopesaban era si tenía proyección de futuro. Había que decidir si se me daba la oportunidad o no. Menos mal que me la dieron”, me dijo entonces en el tatami del Centro de Alto Rendimiento de Madrid, donde entrena todos los días.

Cuando esa misma mirada asomó por la retransmisión de la final de kata en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 no pude evitar que los pelos se me erizaran. Todo deportista sueña con ganar una medalla olímpica, y para Sandra iba a ser la última oportunidad (el karate ha sido excluido de París 2024). Tras ser campeona del mundo, campeona de Europa (seis veces) y acumular casi 60 oros a lo largo de su corta y prolífica carrera, la convicción era la de que la talaverana iba a ser campeona olímpica sin discusión alguna.

Tras la lesión de Carolina Marín y el bajo rendimiento de figuras como Mireia Belmonte o Lydia Valentín, Sandra se erigió como la principal estrella del deporte femenino español cuando apenas quedaban semanas para la cita olímpica. Pronto fue invitada a multitud de actos y la colocaron en unos focos que, si bien agradece, trastocaban un calendario ya de por sí exigente. Porque si hay algo por lo que destaca Sandra es por un trabajo titánico que empieza en el mismo instante en el que celebra una victoria.

Sandra Sánchez en las semifinales de Tokio 2020. (@COE_es)

“Siempre que termino un campeonato y veo los vídeos siempre digo: ‘uy, pues esto lo podía haber hecho mejor’. Y estoy deseando ir al día siguiente a entrenar para ver si me sale mejor. Eso nunca se acaba, siempre hay algo más. No piensas en lo que has conseguido, piensas en lo que puedes llegar a conseguir. Da igual que seas el número uno o el cien: cuando sales al tatami, si se te mueve un dedo estás fuera”, me decía en una de sus últimas entrevistas antes de partir a Tokio, la cuna del karate. Esa era la única y ligera duda que se nos metía en la cabeza cuando la vimos frente a su rival, la nipona Kiyou Shimizu. Habría sido idílica una victoria japonesa en casa, en un deporte que se estrenaba en estos Juegos y que tendrá difícil volver. Ganar a la mejor del mundo y de la historia habría sido digno de una película de Hollywood al más puro estilo Karate Kid. Pero cualquier resultado que no hubiese sido el oro para Sandra se habría convertido en la más grande de las injusticias.

No hubo lugar al ‘tongo’. Sandra Sánchez firmó un kata brillante, como siempre, y cuando el árbitro le dio la victoria a instancia de los jueces su sonrisa fue la de haber alcanzado el olimpo. Contuvo las lágrimas y la alegría que recorría sus venas hasta que abrazó a su entrenador y marido, Jesús de Moral. Después saltó de un lado para otro, exultante, sintiéndose en una nube. Su palmarés está a rebosar de medallas y trofeos, pero ya tenía la más especial. “Quiero vivir eso que he visto tantas veces en los vídeos, en los que eres consciente de que has ganado la medalla olímpica, todos esos sentimientos acumulados en un segundo”, me contaba hace tres años. Imaginen la emoción al ver esos mismos sentimientos hechos realidad a través de la pantalla.

Que Sandra haya conseguido este oro tiene mucho más significado de lo que parece. No tenía nada que demostrar, lo había conseguido todo. Pero el escaparate de los Juegos es inmejorable para aquellos deportistas que, a pesar de ser figuras mundiales, viven bajo el anonimato en un deporte minoritario, casi imposible de ver por televisión. Más que colgarse el oro, a Sandra le enorgullece poder ser una embajadora del deporte que le apasiona, que la gente vea karate y lo siga gracias a ella. Y sobre todo, que aquellos o aquellas que creen que a cierta edad ya no se puede empezar a practicar un deporte olviden cualquier pensamiento negativo y luchen por lo que les hace felices. En estos Juegos ha ganado Sandra un oro con 39 años (cumplirá 40 en septiembre), Fátima Gálvez con 34, Teresa Portela una plata con 39 (tras seis ediciones de Juegos Olímpicos) y Maialen Chourraut con 38. Los prejuicios por la edad se acabaron para siempre.

“Nos han metido tanto en la cabeza lo de la edad, que era el reflejo de lo que cree la gente que ya no puede hacer. Han mejorado los sistemas de entrenamiento, la prevención y recuperación de lesiones… Todo ha evolucionado, ya no se puede determinar que por un número se decida tu inicio o final de carrera deportiva. Eso lo determina tu cuerpo y tu mente, no el carné de identidad”. Sandra, incombustible, sigue teniendo mucha hambre y no parará hasta que el cuerpo le diga “basta”. Y de momento, los controles de rendimiento a los que se somete cada dos meses arrojan resultados excelentes, incluso mejores que tiempo atrás. Hay Sandra para rato, hay un ejemplo para siempre.

Imagen de cabecera: Comité Olímpico Español (@COE_es)

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Alicante, 1991. Mi madre siempre me decía: "No sé por qué lloras por el fútbol, sino te da de comer". Desde entonces lucho por ser periodista deportivo, para vivir de mis pasiones (y llevarle un poco la contraria).

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