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Ronaldo Nazario, casi inmortal

Bobby Robson con las manos en la cabeza. Es lo primero que me viene a la mente cuando evoco el nombre de Ronaldo. Me refiero al “Fenómeno”, no al otro. Sí, el gordo, que es el calificativo que se suele utilizar cuando en una conversación alguien trata de referirse al brasileño, y no al portugués. Es curioso, porque podrían dirigirse a él de tantas maneras… Creo que valdría decir, tranquilamente, “el más técnico”, o “el de mayor talento”. Y es que Ronaldo no hay más que uno. Y sí; Cristiano, también. Pero son diferentes, muy diferentes. Entiendo que para gustos (y cariños) hay colores. No puedo ser imparcial, lo admito. A mí me mueve eso que no hay que trabajar: lo innato, la pureza. Y mientras CR7 se ha curtido a base de mucho esfuerzo, a Ronaldo Luís Nazário de Lima le bastó ser él mismo para colarse en la cima del deporte rey. Por eso, cuando hablo de Ronaldo, yo me refiero al ex futbolista.

25 de agosto de 1996. Supercopa de España. Olímpico de Monjuic, Barcelona. Minuto 75. Ronaldo controla un balón en el borde del área, muy escorado a la izquierda. Delfí Geli, lateral derecho del Atlético de Madrid sale al paso del 9 blaugrana. A continuación, una escena para mayores de 18 años, digna de aquellos dos rombos que mucho tiempo atrás advertían a los adultos de que el contenido que iba a ser vertido no era apto para niños. Una elástica vejatoria directa a la cintura del carrilero rojiblanco; su cuerpo y sus piernas no se ponen de acuerdo, aunque por fortuna la resistencia muscular del ser humano evita que se parta en dos. El ariete queda libre para asistir a un Iván de la Peña que asoma para rematar a la red. 4-2 y primer esbozo de lo que veríamos esa temporada. Yo no había contemplado algo semejante en mi vida. A Ronaldo lo conocía de oídas. Era consciente de que formó parte de la selección que conquistó el Mundial de Estados Unidos en 1994 (aunque no jugase ni un minuto), sabía que había llegado procedente del PSV Eindhoven, como tiempo atrás hiciera Romário da Souza Faria, y había observado en su ficha que tenía apenas 19 años. Conocía lo justo. Por lo visto había marcado 54 goles en 57 partidos en los Países Bajos. Una competición menor, pensé. Estaba claro que no, no nos habían presentado todavía; pero ya se encargaría él de que todos (yo el primero) le recordásemos para siempre.

Ronaldo en su año en el FC Barcelona | Getty

Ronaldo en su año en el FC Barcelona | Getty

La carrera de un futbolista termina cuando se retira. Pero su legado va más allá. No entiende de tiempo, ni de colores. Cuando has sido grande, el eco de tu juego se vuelve perenne; tu figura, inmortal. Hoy los críos quieren parecerse a Leo Messi, a Cristiano, a Neymar, a Griezzman…. Algunos con la sangre más caliente tal vez a Zlatan Ibrahimović, y otros algo más discretos a Luka Modrić o Andrés Iniesta. Los que son un poco mayores habrán soñado con emular a Ronaldinho, Zidane, Xavi, Kaká, Shevchenko o Henry. Pero antes, o siendo contemporáneos (aunque de manera más precoz), un tipo emergió como posiblemente el mejor jugador joven de todos los tiempos. Y los que en esa época aún soñábamos con asemejarnos a los más grandes, queríamos ser como Ronaldo Nazario.

Se trataba de un niño jugando contra hombres y, sin embargo, parecía que veíamos a un hombre jugando contra niños. Como ese casi adolescente que cumple su último curso en el colegio y se divierte a costa de otros que comienzan sus estudios. A sus 20 años, en el F.C. Barcelona, su dominio era tal que bastaba él solo para que un equipo pasara de muy bueno a aspirante a todo. Solo la Liga se les escapó a los de la Ciudad Condal en 1997. Supercopa de España, Copa del Rey y Recopa de Europa para adornar un palmarés que con el tiempo sería formidable. Y aunque para ser conscientes de su grandeza nos bastaría con asomarnos a unas vitrinas colmadas de trofeos, el impacto de Ronaldo puede medirse de manera más certera por la capacidad de recursos que mostraba sobre el césped.

Soy culé. Trato de huir del fanatismo, pero admito mis preferencias. El juego que practicaba aquel Barça de la temporada 1996-97 distaba mucho del que hemos disfrutado en los últimos tiempos. Pero tengo ese período siempre en la memoria cuando rememoro los días de fútbol en los que más me he divertido. Y la culpa fue absolutamente suya. Tenía una cita semanal con la televisión y con el genio. Ronaldo lo tenía claro: si alcanzaba el esférico en cualquier rincón del campo, su misión no era otra que llevarlo a besar la red. A toda costa y sorteando cualquier adversidad. Como un padre que cuida de su hijo y lo acompaña de la mano hasta la puerta de la guardería, la pelota iba protegida por las botas del crack hasta la misma línea de cal, esa que sirve de acceso al edén. Sí, los rivales le salían al paso, pero eran más lentos, menos ágiles, no tan potentes. Y el último contrincante siempre era un portero que acababa sentado mientras el carioca depositaba suavemente el balón en las mallas. Evidentemente sus 47 goles en 49 partidos no compartían el mismo registro estético, pero en las mentes del aficionado de la época quedan todos esos momentos en los que ese chaval empujaba a puerta vacía la bola.

47 goles en 49 partidos… Tal vez, viendo como normales las salvajadas más recientes de Messi o Cristiano, esto no asombre tanto, pero en aquella época se trataba de una absoluta monstruosidad. Por la cifra, por la forma. Se intuía el miedo en la defensa rival; Ronaldo encaraba y miraba a los ojos a aquellos que debían detenerlo con cara de póker. Se respiraba el respeto de la grada, que contemplaba muda cuando controlaba el balón. Expectante. Lo más parecido a él antes había sido George Weah. Y más atrás en el tiempo, quizás Eusebio. Delanteros centros de largo, larguísimo recorrido. Pero ni ellos, estrellas absolutas en su era, fueron tan devastadores. Recuerdo cómo atravesó a la defensa del Valencia como un cuchillo corta mantequilla una noche en el Camp Nou, o la catarata de cadáveres a su paso en Santiago de Compostela. La estampida de un solo hombre. Cada domingo noche, las cadenas televisivas mostraban la última genialidad del tirano, y todos nos rendíamos. Tan hermoso de azul y rojo, como efímero.

Ronaldo, en el Internazionale | Getty

Ronaldo, en el Internazionale | Getty

Representantes ávidos de comisiones consumaron su segundo traspaso en dos años, excusándose en la falta de cariño mostrado por el club catalán. Milán, la ciudad de la moda convertida en la ciudad de moda. El Internazionale había ido juntando futbolistas de renombre a golpe de talonario: Paul Ince, Youri Djorkaeff, Iván Zamorano, Aron Winter, Nwankwo Kanu, Benoît Cauet, Diego Simeone… Pero el Scudetto dejó de ser una quimera cuando aquel muchacho estampó su firma en un papel que uniría su camino al del conjunto italiano. El Jonah Lomu del fútbol, un extraterrestre capaz de correr más rápido con el esférico en sus pies que la mayoría sin él, arribaba al país transalpino para dominar el imperio. Massimo Moratti no había adquirido simplemente a un futbolista, sino que enviaba un mensaje claro: no estaban dispuestos a seguir siendo el otro equipo de la ciudad. Los años dorados del Milan de Berlusconi habían ensombrecido la historia de la escuadra neoazzurri. Ronaldo era el golpe de efecto definitivo en un campeonato que por entonces aglutinaba a toda gran figura que el dinero podía comprar.

Luigi Simoni fue claro con el grupo. Todos a trabajar en defensa, para contraatacar siendo lo más verticales posibles una vez recuperado el cuero. Cada uno de sus gladiadores, puñal entre los dientes, debía bajar a proteger a su guardameta, presionar al contrario hasta la asfixia, y buscar al eje del ataque, el único en el 11 exento de ser agresivo sin balón: Ronaldo Nazario. La jugada casi sale bien. La estrella anotaba con regularidad y a mitad de campaña solo les separaba un punto con la Juventus, líder. La carrera por el título y un partido clave, el derbi de Italia. Alessandro Del Piero ponía en franquicia a la vecchia signora en el primer tiempo. La derrota condenaba a los visitantes, de modo que el Inter se volcó en busca de la igualada. Y a falta de 20 minutos, la polémica: un penalti no pitado de Mark Iuliano sobre Ronaldo que Piero Ceccarini no quiso ver. En ese momento nadie era consciente, pero eso sería lo más cerca que Ronaldo estaría de alzarse con el torneo italiano de la regularidad. La Copa de la UEFA ante la Lazio, con aquel uno contra uno ante Luca Marchegiani, como bálsamo para paliar el dolor. El duelo que fue promocionado por los medios como el enfrentamiento directo entre el mejor delantero y el mejor defensa de la Serie A. Alessandro Nesta era el otro implicado. Ronaldo lo destruyó. El italiano admite que vio luego el partido varias veces en vídeo, tratando de dar con sus errores. No halló ninguno. “Fue la peor experiencia de mi carrera. Ronaldo era simplemente imparable”.

Tras una decepcionante temporada 1998-99 culminada con un vergonzante octavo puesto, en la que las lesiones solo permitieron al crack participar en 28 encuentros, el objetivo volvía a ser asaltar los cielos. Pero el 21 de noviembre de 1999, en un partido de liga contra el Lecce, ese sueño se desvanecería, dando paso a la etapa más triste de un jugador que se caracterizaba por mostrar alegría en su rostro. La rodilla cedió y las lágrimas brotaron. Aún sin su buque insignia, el equipo alcanzó la final de la Copa de Italia de 2000. Los plazos de recuperación quisieron que esa noche, el «Fenómeno» fuera de nuevo futbolista. Minuto 58, empate a 1 en el marcador. Ronaldo Nazario se despoja de su sudadera y pisa el verde tras el calvario. Ser uno más otra vez. Durante 7 minutos. Los gritos de desesperación de una persona que reconoce el chasquido al instante alcanzaron el alma de todo aficionado común. No hizo falta recibir una patada rival. La articulación cedía de nuevo cuando encaraba a un contrario. Con 23 años, futuro incierto. No habría más contacto con el rectángulo de juego hasta la 2001-02, temporada en la que únicamente sería alineado en 16 encuentros.

Ronaldo no estaba muerto a sus 25. Volvería a alzarse, pero no con el Inter. El Mundial de Corea y Japón como punto de inflexión. Un torneo brillante para levantar la Copa y dejar atrás el recuerdo de una mala noche en París 4 años antes, que acreditaba a la Canarinha como la mejor selección del planeta. Ronaldo, el estilete de un grupo colmado de calidad. Y entonces, el Real Madrid se cruzaría en su vida.

Ronaldo ya no era aquel jugador de 30 o 40 metros. No era un marciano entre terrestres. Pero se había reinventado. Ahora se trataba de un killer al que le bastaban 10 metros para hacer la diferencia. Su capacidad natural le permitía destacar como mortal, y, siendo uno más de ellos, ser un poco más que el resto. Las lesiones le restaron explosividad y le regalaron más kilos de peso, pero el mayor conocimiento del juego minimizaba en gran medida la pérdida de físico. Ahora optimizaba los momentos. Y a pesar de mantenerse siempre lejos de aquel estado de forma mostrado en sus primeros años como profesional, en 4 cursos sería capaz de superar el centenar de goles vestido de blanco, siendo vital en la consecución de la Liga. En un grupo plagado de galácticos, él era (también lo pensaban así sus propios compañeros) el que sobresalía. Daba igual que los merengues jugasen mejor o peor, si Ronaldo hacía acto de presencia, tenían las de ganar. Pero todo acaba. Incluso en la Casa Blanca.

Ya con un sobrepeso manifiesto, volvería a Milán para jugar con el eterno rival del que había sido su equipo, antes de retirarse en su país, enrolado en las filas del Corinthians. Allí arrancó su andadura profesional (Cruzeiro). Allí pondría punto y final a un cuento que pudo haber sido aún más hermoso.

Ronaldo en el Real Madrid, 2006 | Getty

Ronaldo en el Real Madrid, 2006 | Getty

Cierto. Las lesiones de rodilla mermaron su condición y tuvo que conformarse con ser solo un humano. Aunque quienes lo disfrutamos en plenitud supimos que éramos testigos de algo excepcional. Rebusco en los archivos y no doy con otro tipo que haya sido el mejor en el campo a los 20 años. Él lo era. Esta es su verdadera dimensión. Buscad otro ejemplo. No existe, no hasta ahora. Rapidez, fuerza y técnica. Todo, y todo bien. El control tan preciso a una velocidad tan alta y su repertorio de regates lo convertían casi en un futbolista de videojuego. Muchos defensas buscaron pararlo con dureza; la mayoría acabaron desesperados. Ronaldo hacía cosas nunca vistas antes. Hoy estamos habituados a ver a Messi regatear a 3, 4 o 5 oponentes. Pero hablamos de otro tiempo. Gianluigi Buffon ha disfrutado y sufrido a muchísimos compañeros de profesión durante su dilatada carrera. Cuando le preguntan por el “Fenómeno”, es claro: “Si no hubiese sido por las lesiones habría alcanzado el mismo reconocimiento que Pelé y Maradona. Tenía todas las condiciones para ser el mejor del mundo durante muchos años. Era como un extraterrestre”.

Realmente nunca sabremos dónde estaba el cénit de Ronaldo. Y eso es frustrante. Es bonito imaginar, jugar al qué hubiera pasado sí… La realidad es que cuando él pisaba el terreno de juego todas las miradas estaban puestas en su persona. Eclipsaba al resto. Astro rey de la Galaxia Fútbol. La emoción de ver al número 1. Ya en el presente puede que la memoria colectiva no sea justa con él. Solamente se le recuerda como al mejor delantero centro de la historia. Solamente…

Porque pudo ser inmortal.

Tenerife. Estudié sociología aunque siempre he estado vinculado al mundo de la comunicación, sobre todo haciendo radio. Deporte en general y baloncesto más a fondo.

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