Hay placeres comunes y universales. Llegar al clímax a la vez, el efecto del imbatible Ibuprofeno tras una larga noche o encontrar un billete de cincuenta olvidado en un cajón donde habita el desorden. Nos encanta demostrar que tenemos razón cuando el resto de personas implicadas en la cuestión nos contradicen. Simplemente, complace. Encontrar, por fin, en los laberintos de nuestra memoria aquello que íbamos a decir y se había esfumado por completo en un ejercicio de escapismo. Pura satisfacción. La sensación de una cerveza fría ante el asfixio de una ola de calor. El Girona es como ese trago placentero que queremos repetir. No nos cansamos de saborearlo.
La inclinación exacta y la cantidad justa de espuma. Tirar una caña perfecta no es tan sencillo como parece. Tampoco lo es jugar a fútbol y hacerlo bien. Este Girona tiene cuerpo, color y sabor. A pesar de las bajas sensibles, ha encontrado soluciones confeccionando una plantilla con perfiles que se complementan y aseguran la calidad en cada una de sus líneas. Un equipo vistoso y con iniciativa, que quiere el balón y ser agresivo en campo rival. La experiencia de David López, el termómetro de Aleix, la cretividad de Savinho o la clase de Tsygankov. Zaga espartana, huracán ofensivo. Hasta diez futbolistas han visto portería hasta la fecha en este breve tramo de competición.
El deleite de este equipo no sería posible sin el liderazgo de Míchel. Ha construido un equipo de autor, moldeado con su filosofía, impregnado de su pizarra y del convencimiento de su idea de juego. No es casual la implicación de sus jugadores si observamos su sentimiento de pertenencia. Sabe motivar y potenciar el talento de sus piezas. En el tapete, el Girona vuela, divierte y seduce. El sentido más básico y complejo del fútbol: disfrutar con el balón y hacer disfrutar. El camino es largo, pero la receta original de Míchel hace que este Girona apunte arriba y se antoje certera su plaza europea.
