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¿Por qué no Morata?

Llega un momento en esta vida, en el que el sentimentalismo puede llegar a pasar a un segundo plano en el panorama fútbol. Esto sucede cuando tu equipo se convierte más en una empresa que en un sentimiento, cuando nada importa más que el color de unos simples papeles verdes. El corazón siempre dice no, pero la cabeza dice ¿Por qué no?

Morata es nuevo jugador del Atlético de Madrid, que no es lo mismo que decir que Morata ya es del Atleti. Canterano rojiblanco, dejó el club en su etapa de cadete para unirse al Real Madrid previo paso por Getafe. Allí, en el Real Madrid, se fogueó como futbolista, debutó como profesional y ganó títulos, algunos incluso ante la que hoy es su afición.

Pero en el fútbol, el sentimiento dura lo que duran las desgracias. O las alegrías. Morata fue abucheado y pitado antes siquiera de firmar por gran parte de la afición rojiblanca, esa que en su día también soltó improperios por su pasado contra Juanfran o Reyes y que posteriormente fueron perdonados e, incluso, admirados.

Se habla de sentido de pertenencia y de irse a la guerra con Simeone, pero se difiere cuando es el argentino el máximo valedor de un Álvaro Morata que puede aportar y mucho a un grupo tan necesitado de gol como de estímulos. El fichaje no puede salir mal de ninguna de las maneras. No puede empeorar el futuro de un Atlético que marcha segundo en Liga y vive en Champions pese a que sus números cara a portería son nefastos y solo sustentados por un Griezmann por el que hay que rezar para que no coja un simple catarro.

Lleva el seguidor medio rojiblanco años con el miedo en los huesos de que un jugador suyo acabe en el eterno rival. Pasó con Agüero, con Forlán, con Falcao y hasta con el propio Antoine, aunque éste tiró más a blaugrana. Una vida entera esperando con poder devolverle al Real Madrid eso que un día se les robó con Raúl, perla de la cantera rojiblanca repescada por el club de Concha Espina y convertida en quizás la mayor leyenda de la entidad.

Morata, aunque no Atlético de cuna, creció en el Cerro del Espino. Soñó con ser Fernando Torres, con quien se fotografió y quiso compartir vestuario. Fue recogepelotas en el añorado Calderón, buscando a cada fin de partido esa camiseta de quienes entonces eran sus ídolos. El fútbol está lleno de jugadores que cambiaron de acera para acabar convertidas en leyendas. Algunas, como Figo, no mamaron de pequeño el sentimiento. Otras, como Luis Enrique o Raúl, supusieron una puñalada y un resquemor eterno.

También Steven Gerrard, máximo exponente del Liverpool, creció siendo seguidor del Everton. Harry Kane, delantero por el que hoy todo el mundo se pelea y el mayor orgullo del Tottenham, fue del Arsenal toda su infancia hasta que a los once años tuvo que cambiar de colores por exigencias del guion. Carragher, idolatrado por Anfiled, fue del Everton. Paolo Maldini, leyenda del Milan, era fan de la Juventus de pequeño. Iniesta, del Madrid pese a jugar en el Barcelona e Isco, al revés. Hasta allí donde el sentimiento a unos colores es menos racional, pues Passarella, histórico de River Plate, era hincha de Boca, y Bianchi, hacedor del mejor Boca de siempre, era fanático de River.

Morata, excitado por querer demostrar quién es donde no le dejaron triunfar, puede ser un refuerzo sin peros a no ser que exista una división de la grada. Los resultados acabarán dando la razón a uno u otro barco. Lo cierto es que si Morata acaba resultando un fichaje deportivo acertado, las críticas pronto acallarán, pero si el jugador no supera ese bloqueo mental que tiene y sigue negado en los resultados, la corriente que aún le apoya se sumará a la causa ‘Vikingos no’. Siempre mandan los resultados.

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