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Normalidad

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Qué rápido suele anochecer. A las 20:00, a una hora para que arrancara el choque por el que se suspira durante todo un año, por el que los jugadores entrenan desde finales de julio, hacía una tarde resplandeciente. Pones la televisión, en busca de avanzar el tiempo, porque lo de estos choques suele ser descarado. Te privan de la poca humanidad que nos queda, como los comentaristas que pierden la cabeza con las faltas de Leo Messi. Como si no supieran que la iba a poner ahí, donde él pensó segundos antes. Al llegar las 21:00, cuando ya rueda el balón, la naturaleza ya se ha encargado de embellecer lo inmejorable. Hasta en eso repara el fútbol. Es de noche. 

Ernesto Valverde decidió sentar a Arthur para otorgar una oportunidad a Arturo Vidal, tratando de evitar el overbooking que planteó Jurgen Klopp desde un inicio. Justo para que pasaran muchas cosas, al alemán se le ocurrió poner a Wijnaldum de delantero centro por la ausencia de Roberto Firmino, al que le encanta pisar esa zona. A los culés, con su 4-4-2 en defensa, le costó desde un inicio igualar piezas en la sala de máquinas, obligando a Lenglet y Piqué a estar atentos a salir a tapar a pesar de saber que a su espalda estaban dos velocistas: Salah y Mané. Busquets necesitaba más que nunca al mejor Rakitic, ya que la pareja de zagueros solo arriesgaba cuando de verdad podían: en el momento en el que sus puntas estaban de espaldas, porque si giraban para encarar debían empezar a escribir su testamento. 

El partido hasta la lesión de Keita tuvo muchísimo vuelo, con los dos elegidos del partido movilizando todos los ataques de ambas escuadras. Al Barcelona le costaba edificar ataques en parado, ya que el Liverpool orquestaba muy bien su presión. Ponía trampas, como el lobo a Caperucita, adelantando su defensa para hacer muy corto a su equipo y obligando a que muchas de las posesiones locales acabaran en banda, donde es mucho más fácil ahogar. Los culés echaban en falta alguna ruptura de uno de sus futbolistas más capitales: Jordi Alba. Al catalán, sin embargo, nunca le faltan huecos. Donde sea, los ve para percutir como un martillo una y otra vez en la defensa contraria y así lo hizo con un fantástico balón que le envió a Luis Suárez en el primero de la noche. Esta vez el pase no fue para atrás. Ni para su mejor socio. El 1-0 fue un gol de otro Barça. Un anacronismo de un conjunto que no juega como nunca, pero que casi siempre gana. 

El tanto del uruguayo no cambió la partitura de ambos directores, sabiendo que la eliminatoria es más larga que un día sin fútbol. Quizás los locales, ya en el segundo acto, quisieron guardar la ropa, a sabiendas de las congojas que suelen traer los goles en contra en tu propio feudo. De hecho, el Liverpool elevó las pulsaciones recuperando el cuero con rapidez y haciendo trabajar a Ter Stegen, salvador una noche más. A los anfitriones les costaba encontrar a Messi, cansado desde el primer tercio del partido por varios sprints impropios de él, que suele ser mucho más reacio a ellos. Los culés, viendo el peligro, propusieron su versión más defensiva con la entrada de Nelson Semedo por Coutinho, un lateral por un mediapunta. Se olía el miedo. Y para el hedor hay un perfume perfecto: Lionel Messi. Su gol fue el empuje para que el Barcelona pudiera volver a coger el choque por los cuernos. Porque al argentino, otra vez, se le ocurrió que era mejor dejar la eliminatoria prácticamente sentenciada. Rubricando, eso sí, otra falta que quedará en las memorias de su carrera. Una más. Y parece que le da igual.

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