No, no es una película de Quentin Tarantino. Es la historia de más de 23 años sin títulos, que serán 25 como mínimo hasta que llegue el Mundial de Rusia en 2018. Una generación maravillosa de futbolistas argentinos, liderados por el que se considera el mejor jugador del mundo, ha perdido tres finales de forma consecutiva entre 2014 y 2016. Tres prórrogas, dos tandas de penalti, ni un solo gol anotado.
Tres son los protagonistas más señalados de una pesadilla que va pareciéndose cada vez más a la del Benfica y Bela Guttmann. Han demostrado que son buenos en lo suyo, que son capaces incluso de hacer historia en el mundo del fútbol, pero al mismo tiempo tienen escrito en sus frentes que nunca ganarán nada con la Albiceleste. Nunca.
Gonzalo Higuaín. Fue titular en la final del Mundial 2014, suplente en la de Copa América 2015 y de nuevo titular en 2016. Siempre en el ojo del huracán por fallar varios goles clave que han oscurecido su carrera (remate al palo ante el Lyon, mano a mano errado ante el Dortmund), pareció tocar fondo el año pasado, cuando en apenas un mes fallaba un penalti que le costaba al Nápoles la clasificación para Champions y fallaba una ocasión clara y un penalti en la tanda en la final ante Chile. Lejos de derrumbarse, el ‘Pipa’ firmó la mejor temporada de su vida futbolística, batiendo el récord de goles en la historia del Calcio y llevando a los napolitanos al subcampeonato de la Serie A. Recuperó la titularidad en Argentina y firmó dobletes decisivos en cuartos y semifinales. En la final, le volvió a temblar el pulso en el momento clave. Fue la única ocasión de valor en 90 minutos para los del Tata. Robó un balón en tres cuartos de campo y fue lanzado hacia la portería custodiada por Bravo, pero su remate, picado y sin sentido, se marchó rozando el palo como sus sueños por la borda. Maldito.
Gerardo Martino. Mucho antes de cualquier atisbo de entrenar a la selección argentina, el Tata dirigió a una Paraguay heroica que se clasificó para la final de la Copa América en 2011. Por el camino dejó a rivales como Brasil o Venezuela. Llegó al último partido sin ganar uno solo, y entonces sufrió su primer varapalo: un doloroso 3-0 de Uruguay de la mano de una dupla temible: Forlán y Luis Suárez. Sin embargo, su currículum mejoró hasta el punto de fichar por el Barça campeón de todo. En medio de dos grandes etapas exitosas en el club azulgrana -la de Guardiola y Tito y la de Luis Enrique- Martino firmó un año en blanco en el que volvió a perder una final, la de Copa del Rey ante el Madrid, y un partido que bien podría considerarse como tal: la última jornada ante el Atlético en el Camp Nou en la que solo le valía ganar. Empató y eso tampoco manchó suficientemente su cartel. Unos meses después, era contratado por Argentina, recientemente derrotada en la final del Mundial ante Alemania con Sabella en el banquillo. Pese a las dificultades y a un juego menos brillante, alcanzó una nueva final de Copa América. La perdió en la tanda de penaltis. El destino quiso que la venganza llegase justo un año después, en Estados Unidos y ante el mismo rival. Volvió a caer en la tanda de penaltis. «Esto no es fácil analizar, porque hay situaciones que se explican desde lo futbolísticos y otros desde la fortuna», dijo resignado en rueda de prensa. Maldito.
Leo Messi. Lo tiene todo. Desde cinco balones de oro a cuatro Champions League. De 18 títulos nacionales a más de 100 distinciones individuales. Lo tiene todo, todo, menos un gran título con su selección. Eso le mata por dentro. Le destroza porque sabe lo que le costó liderar a la Albiceleste igual que lo hacía en el Barça. Lo que sufrió para ganarse el cariño de los argentinos igual que los culés. Tras varios torneos discretos, Messi se puso las pilas y se echó a la espalda a Argentina. Retrasó tanto su posición que parecía más un constructor de juego que un delantero. Hizo de todo. Desde una salida de balón hasta un golazo desde fuera del área. Así llevó a la Albiceleste a tres finales. No pudo brillar en ninguna de las tres.
Ni siquiera en la última, su mejor actuación pese a estar rodeado constantemente de chilenos. Parecía un malabarista en un hilo que podía romperse en cualquier momento y entonces caer a los cocodrilos. Provocó todas las faltas que pudo, desafió al mundo y por momentos parecía ganarle, hasta que su tiro se iba a las nubes fruto del cansancio o se topaba con el último guerrero de la Roja que aparecía para estorbarle. Otra tanda de penaltis, y esta vez ni Banega ni Higuaín (los que fallaron el año anterior) estaban sobre el césped. Arturo Vidal, el mejor de Chile, falló el primero. En el mejor del mundo estaba la oportunidad de colocarse por delante por primera vez en una final. Mandó el balón al cielo. Su dolor se vio patente como nunca se había visto en un jugador que parecía carecer de ese tipo de sentimiento. Tanto dolor que sus palabras al final del partido dejaron entrever su despedida de la selección argentina con tan solo 29 años y en el que puede ser uno de sus mejores momentos de forma. Maldito.
Alicante, 1991. Mi madre siempre me decía: "No sé por qué lloras por el fútbol, sino te da de comer". Desde entonces lucho por ser periodista deportivo, para vivir de mis pasiones (y llevarle un poco la contraria).
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