Andrés cuelga las botas. Un lazo que une ambos cordones; los del futbolista que tanto nos dio y de la persona que nos ofreció, siempre con elegancia y discreción, un pequeño hueco donde podíamos asomarnos para verle un poco por dentro. Observar su humildad, su sensibilidad y su generosidad.
Sería imposible enumerar las veces que, con un pase de fantasía o una croqueta, nuestro cuerpo respondía al estímulo con un pequeño brinco y los ojos iluminados. Andrés no necesitó el argumento implícito de marcar goles para ser la estrella en la que se convirtió; porque lo suyo era deleitar con sus gestos técnicos en la zona de creación para inventar ventajas que relataron grandes episodios del balompié. Un virtuoso del balón, un privilegiado del entendimiento del espacio y tiempo. Y aunque podamos hablar de nombres propios como Stamford Brigde, Soccer City, o del festín de la Copa del Rey en el Metropolitano para poner la guinda del pastel, todos aquellos preciados momentos amontonados componen la base de su historia.
El fútbol estaba en su cabeza y en su corazón; jamás vivió en sus piernas. Ellas solo le acompañaban, como un piloto automático. Lo inventaba en su imaginación y lo fabricaba con cada impulso que nacía de lo que siente por el fútbol.
Andrés, además, nos enseñó cosas muy importantes. Como acordarte de alguien y otorgarle el protagonismo del mejor momento de tu vida. Detrás de un balón hay un humano más, un cuerpo que necesitó parar para ser escuchado y cuidado. Nos mostró la vulnerabilidad como un verdadero acto de fortaleza y amor propio.
El día que, entre lágrimas, anunciaba su despedida del Barça, se nos heló el corazón. Andrés seguiría jugando en otro lugar del mundo, pero el nuestro estaba allí. Habíamos construido uno a su alrededor. Acostumbrarnos a eso fue vivir un invierno demasiado largo, donde solo podíamos sentir calor al cobijarnos debajo de una manta tejida de recuerdos. Y mientras, la rueda seguía girando, con el despertador acribillándonos las sienes, el crujido de los cereales explotando en nuestra boca, el claxon de los coches, el murmullo del gentío. Entre todo ese caos pegado a nuestras espaldas, en algún momento, siempre podíamos volver a ese silencio. El que él escuchó para concedernos el que, probablemente, será el gol más especial de nuestras vidas.
Ahora Andrés le dice adiós al balón porque algunas veces, simplemente, toca despedirse. Es ley de vida. Él llora y nosotros volvemos a sentir un nudo en la garganta. Aprieta. Sabemos que una parte de nuestra vida está justo allí, rozando sus mejillas.