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Leo Messi, el rey que nunca abdica

A mi abuelo se le iluminan los ojos cada vez que me habla de Johan Cruyff, Diego Armando Maradona, Pelé o Di Stefano. Sobre Cruyff, siempre me dice que cambió el fútbol en Barcelona. Un tipo con unas ideas y un fútbol distinto a la que había por el momento. A Diego lo define como un mago, capaz de inventarse cualquier jugada y dejar boquiabierto a todo el mundo. A Pelé lo vio poco, aunque dice que siempre ha sido considerado el mejor de todos y que con Brasil, hacía lo que quería. Sobre Di Stefano, habla siempre sobre un jugador muy completo, capaz de meter goles, dar asistencias y regatear con clase. Pero al hacerle la pregunta del millón, la que todo el mundo hace y cada uno obtiene distintas respuestas, duda como el que más. Pero abuelo, ¿Messi es mejor que todos ellos? »Cada uno ha sido un genio en su tiempo. Messi es único. Messi ve cosas que los demás no verían, pero no sé qué decirte. No sé si es el mejor o no».

Hablar sobre Leo Messi son palabras mayores. Para los jóvenes, como yo, esos que tan sólo hemos visto a las estrellas mencionadas mediante vídeos, no hay ninguna duda de que Leo Messi es el mejor. Consigue hacer posible lo que parece imposible. Necesita un palmo de terreno de juego para dejar sentado a su rival. Necesita el balón para hacer magia con él, para inventarse una jugada que tan sólo el ve. Necesita el balón para ser feliz. Leo y el balón, un romance perfecto sin fecha de caducidad.

24 de junio de 1987, Rosario, Argentina. Eran las cinco y media de la mañana en el hospital Italiano Garibaldi, situado  en el centro de la ciudad rosarina. Hay veces que el destino tiene escritos guiones dignos de película, y este es uno de ellos. Entre las paredes del hospital se encontraban Jorge Messi y Celia Cuccittini, que estaba a punto de dar a luz a su tercer hijo. El pequeño Lionel se había cansado de dar patadas y patadas a la barriga de su madre. Quería salir a descubrir el mundo exterior. Lo hizo poco antes de las seis de la mañana, y lo hizo en la habitación número 10. Un número que pese que aún no saberlo, le acompañaría toda su vida.

La infancia de Leo Messi no fue un camino de rosas. Desde los 4 años, estuvo pegado al balón. Jugaba como nadie. Perseguía un sueño. Pero el pequeño Leo, no contaba con un problema que le llegaría a los 11 años. Le diagnosticaron un déficit en la hormona del crecimiento. Un tratamiento inasumible para sus padres, un tratamiento que ni el mismísimo River Plate, se atrevió a pagar. El sueño del pequeño Leo, estaba en peligro.  

Hasta que llegó Charlie Rexach. Hasta que llegó el Futbol Club Barcelona, y convirtió a Leo Messi, un pequeño chico argentino con problemas en la hormona de crecimiento, en el más grande de todos. Había muchas dudas, pero Rexach lo tuvo siempre claro. »Hay que ficharlo ya» exclamó. No dudó ni un segundo. Minguella y Rexach se encontraban en un bar junto al pequeño Leo. Les bastó una servilleta para firmar el primer contrato del pequeño. De firmar en una servilleta, a conquistar el mundo del fútbol.     

24 de agosto de 2005. Los rayos de sol penetraban las calles de Barcelona en una calurosa mañana de verano. Al otro lado del océano, concretamente a diez mil quinientos kilómetros de la ciudad condal, Rosario aguardaba dormida. Ninguna de las dos ciudades lo sabía, pero ese era el último día que se encontrarían tan separadas.

El Barça se preparaba para su fiesta, el trofeo Joan Gamper. Un chico de diminuta estatura, argentino como nadie, no se imaginaba que aquella mañana veraniega iba a cambiar su vida. Fran Rijkaard da las alineaciones. Con el 30 a la espalda y 1’70 de estatura, Lionel Andrés Messi Cuccitini. Recuerden su nombre. Fabio Capello lo recordará siempre: »Nunca había visto a un jugador con tanta calidad a esta edad y con esa personalidad con una camiseta tan importante. Messi es un gran campeón, puede hacer lo que quiera con el balón en los pies».

»Messi, Messi, Messi». Los gritos de los aficionados culés se oían hasta en Rosario. El 2-2 que reflejaba el marcador era lo de menos. Acababa de nacer una estrella con tan sólo 18 años y dos meses. Y lo hacía contra un equipo con jugadores de la talla de Cannavaro, Vieira, Camoranesi o Del Piero. Casi nada. Tras esa noche, Rosario y Barcelona permanecerían conectadas para siempre. Conectadas por un genio que maravillaba al mundo cada vez que tocaba el balón. Por un chico con melena y vergonzoso, que pese aún no saberlo, acabaría desmelenándose para acabar convirtiéndose en el rey del deporte rey. Estaba para quedarse. Para quedarse para siempre.

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Con tan sólo 19 años, el pequeño Lio, empezó a demostrarle al mundo lo que era capaz de hacer con un balón en los pies. Contra el Getafe, emuló al mismísimo Maradona sobre un terreno de juego. Un gol que dio la vuelta al mundo. Lo hizo con la naturalidad que le caracteriza. Dejando boquiabiertos a todos los allí presentes y hasta a sus propios compañeros. Haciendo que el mundo del fútbol, ese gigantesco mundo, se pusiera de pie por primera vez para aplaudirle. Ese chico tímido al que le costaba hablar, hizo que su fútbol hablara por él. Hizo que su fútbol, alzara su nombre al Olimpo del Deporte. Y el propio Leo, se encargó de coger el trono de su reino, y convertir su reinado en un reinado eterno.

Tras años y años conquistándolo todo, ahora nada ni nadie lo para. Ni tan sólo el hecho de que ya le faltan pocas cosas por ganar. Cuando Leo sale al terreno de juego, sale para disfrutar, para divertirse. Se reencuentra con ese balón con el que protagoniza un romance eterno, y despliega todas las muestras de amor hacia él. Y es que el 10 del Barça, el 10 de la selección Argentina y ese diminuto chico que nació en la habitación número 10 del hospital Garibaldi, sigue haciendo historia en los terrenos de juego.

Llegará el momento en el que me pregunten a mí quien es el mejor jugador de la historia. Será en ese momento cuando recuerde las conversaciones con mi abuelo. Y es que yo no los he visto jugar a todos, pero viendo jugar a Leo Messi, tengo mucho más que suficiente para valorar. Disfrutémoslo.

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