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La zurda que hizo llorar a Anfield

Nunca fue mi favorito, no vamos a engañarnos. Quizás porque llegó a un Atlético que contaba ya en sus costados con Maxi Rodríguez, que firmaba a Simao Sabrosa, debilidad particular, y que recuperaba a un Luis García que unos años antes nos había dejado con ganas de más. También, no vamos a engañar a nadie, por la condición en la que venía, tras haber roto el acuerdo que tenía con el Atlético el verano anterior para firmar por el eterno rival. 

Aquel verano de 2007, José Antonio Reyes se presentó como nuevo jugador del Atlético de Madrid, tenía apenas 23 años y ya contaba con una carrera futbolística más que dilatada. Había debutado con el Sevilla en la 1999-2000, con 16 años, había formado parte del Arsenal de ‘Los Invencibles’ y le había dado al Real Madrid la Liga de Capello. Puede que, por todo eso, uno pensara que llegaba al Atlético ya pasado de rosca y con mucha más edad de la que decía su DNI. 

Reyes era un futbolista con un talento tremendo. Un sueño antiguo de la afición del Vicente Calderón que veía cómo conjugaba el mediapunta con Fernando Torres y los imaginaba juntos vistiendo de rojiblanco. Su afinidad particular con El Niño quedaba patente cada vez que compartían los colores de la selección, como aquella vez que, en Bélgica, el utrerano saltó al campo con 0-0 y en apenas cinco minutos brindó a Torres dos de los mejores pases de su carrera, haciéndole emular aquel gol que había marcado poco antes contra el Betis. 

Por eso, quizás, la negación al Atlético para su ingreso luego generó algo de despecho en el hincha. En su puesta de largo como colchonero, un grupo de aficionados se citó en las gradas del estadio no para apoyarle, sino todo lo contrario, para recordarle de dónde venía y lo que había hecho 12 meses antes pagando de su bolsillo para no vestirse de rojiblanco. Por eso, su inicio en el Atleti nunca fue el deseado. Aguirre contó con él bastante al principio por su buen cartel pero su rendimiento nunca fue el deseado, siendo adelantado por los otros tres atacantes de banda y teniendo su peor momento cuando se negó a jugar ante el Athletic en la segunda vuelta. 

Acabó la temporada desquiciado, sin anotar goles, sin repartir asistencias y siendo dos veces expulsado de manera merecida. El Atlético no dudó en buscarle acomodo en el Benfica, petición expresa de un Quique Sánchez Flores que cambiaría su trayectoria deportiva. Lo hizo tan bien en Portugal que una temporada más tarde, ya con Abel en el banquillo (Quique cogería al club en la jornada 9), Reyes fue un jugador fundamental. 

Uno se acuerda de Reyes con la camiseta del Atlético y no puede olvidarse de Anfield. Un balón dividido, el Atlético eliminado de la UEFA y el utrerano, peleando el balón aéreo con Glen Johnson. Llevándose la pelota por arriba con algo de fortuna, sin casi mirar, pero con el arrojo de quien va a disputar cada encontronazo como si fuera el último. Y entonces se paró el tiempo. Se paró porque Reyes, con un golpe majestuoso, con un talento natural, picó el balón con la zurda, adelantado donde no había nadie. Porque Forlán, mucho más atrás, no iba a llegar. No podía llegar. Pero llegó. El tiro de cámara o quién sabe qué nos había engañado a todos. El pase que parecía horroroso era milimétrico. Forlán había metido al Atlético en una final europea. Dicen los rojiblancos contemporáneos que nunca jamás han cantado un gol como ese, quizás por la entidad del rival, quizás por el estadio de museo, quizás por el minuto fatídico de la prórroga. Quizás porque ese fue el inicio de todo lo que conocemos hoy. El despertar de un Atlético aletargado que llevaba 15 años sin ganar nada y décadas sin ser nadie en Europa. 

Pero Reyes fue algo más en el Atlético. Suya fue la exhibición en la Supercopa de Europa, meses después, ante el Inter de Milán del triplete. Y suya la jugada maradoniana con pase filtrado, otra vez para Forlán, ante el Barcelona de Messi en campo rojiblanco. 

Cuentan las malas lenguas que cuando Simeone llegó al Atlético, el entrenador dejó de contar con el sevillano y fue decisión suya que saliera por la puerta de atrás en enero de 2012. La realidad, en cambio, es bien distinta, pues el futbolista ya tenía tomada la decisión de volver a casa antes de la destitución de Gregorio Manzano. 

Simeone, que hizo todo lo que pudo por retenerle, no le pudo convencer y los caminos del ex futbolista y del jugador se separaron cuatro años y medio y 153 partidos después. Por eso, por superar la centena de encuentros, el utrerano tiene su placa en el Paseo de la Fama del Metropolitano. Y el Atlético y su gente, que no le dieron una gran bienvenida, se acabaron convirtiendo, tras el Sevilla, en el segundo equipo donde más partidos disputó. 

El recuerdo imborrable que deja como futbolista no ha de hacer obviar, nunca, las causas del accidente que le costó la vida a él y a quienes le acompañaban. Precisamente porque por ser un personaje tan querido y una persona pública, denunciar lo que ha pasado puede servir como ejemplo para minimizar o eliminar este tipo de imprudencias al volante. Los homenajes deportivos no están reñidos con la cordura.

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