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Fútbol

La previa

Hay sensaciones que no resultan sencillas de describir con palabras, más si cabe cuando cada persona las vive de manera diferente. Pero todos los que hemos jugado al fútbol de pequeños los sábados por la mañana no tendríamos que hacer un esfuerzo muy grande para recordar aquello que experimentábamos en la previa, desde que el viernes salíamos del colegio con todo un fin de semana repleto de aventuras por delante, hasta que el árbitro pitaba el inicio del partido. 

Hablar de un rito común para superar el viernes por la tarde no tendría sentido, porque ese periodo que pasábamos ‘en capilla’ es de lo más personal. En algunos casos las horas se mataban con un entrenamiento previo, terminado en ese partidillo contra los compañeros que suponía el mejor aperitivo antes de la batalla pero despertaba más si cabe las ganas de comerse la tierra la mañana siguiente.  

En otros, el fútbol cedía su parcela de protagonismo a otra actividad extraescolar, aunque en el fondo esas manos que pintaban o tocaban el violín se movían casi de manera autómata mientras el cerebro pensaba en goles hermosos y paradas decisivas que despertaran la aprobación de los compañeros y el entrenador. 

Estas costumbres solían romperlas los afortunados que tenían una fiesta de cumpleaños. En cierta medida ser invitado a un evento tan relevante en el plano social exigía cierta concentración para no defraudar al anfitrión, si bien cuando se acababan las medianoches y se abrían los regalos, el fantasma de la gloria futura llamaba de nuevo a la puerta. 

Los había también que se entregaban a los mandos de la consola para no pensar, los que visualizaban regates imposibles mientras peleaban en el probador por entrar en los vaqueros que habían ido a comprar con sus padres, quienes trataban de decidir a qué amigo iban a invitar a su casa a comer después del duelo… 

Cualquier forma de pasar el rato hasta la hora de acostarse resultaba válida. Ahora bien, una cosa era meterse en la cama y otra bien distinta conciliar el sueño. Con los nervios calentitos y bien asentados en la tripa, dormir era un reto tan grande como transformar ese penalti que todos imaginaban tirar. ¿A la derecha del portero? ¿A la izquierda? ¿Por qué no una ‘Panenka’?. 

Cuando los primeros rayos del sol incitaban a abrir los ojos ya no había marcha atrás, la suerte estaba echada.

El día del choque el desayuno caía a plomo, fuese lo que fuese, pasaba de ser la comida más importante del día a la más impertinente. El único deseo era acabar con lo que hubiese delante, cerciorarse de que la ropa estaba preparada y rezar para que tu padre o tu madre cumpliera con su obligación de dejarte a la hora indicada en el sitio adecuado.

Cualquier minuto de retraso era una afrenta, tentar a la posibilidad de que el entrenador te dejase en el banquillo por incumplir las normas. 

El resto era llegar al desvencijado vestuario, calentar sin saber muy bien lo que estabas haciendo y recibir con alegría desbordante o desilusión aplastante el anuncio de la alineación. Ser de los elegidos permitía terminar antes con la agonía, estar en el banquillo preguntar cada dos por tres si tocaba ir calentando. Pasarán los años y se olvidarán cumpleaños de familiares, lo estudiado en el colegio y en la universidad. Pero siempre quedará un rincón para ese niño que levantaba sus ilusiones sobre un esférico.

Imagen de cabecera: Laszlo Szirtesi/Getty Images

"Periodista deportivo en la Agencia EFE, colaborador en 'This is futbol' y autor del blog 'De paradinha'. Antes en Telemadrid, Radio Marca y Radiogoles. Narro, presento, comento, produzco, edito, redacto y hago un guacamole bastante digno"

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