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La pérdida de identidad

Existen dos versiones del Atlético de Madrid desde que Simeone se sentara en su banquillo allá por las navidades de 2011. El Atlético, por defecto, siempre ha sido un equipo dominador del curso del juego por su intensidad, por su garra, por su comprensión del juego en consonancia con lo que le pedía el argentino. Las dosis de calidad, en sencillas pinceladas de jugadores puntuales en la alineación, nunca faltaban.

Lo único que cambiaba era la cantidad de la calidad técnica y cómo esta se ponía de manifiesto en los partidos. Lo que siempre estaba era ese sentido arraigado por la pelea, por no conceder un metro al rival, el gusto por bajarse al barro y ganar la batalla del marcar territorio, por mucho que el contrario fuera quizás más virtuoso con la pelota.

Desde principio de temporada, el nuevo Atlético ha visto cómo perdía terreno en las dos facetas. El equipo no llega, no le da. Saca resultados a trompicones pero más como una sucesión de cosas que muchas veces no se explican. Hasta no hace mucho, el unocerismo era una melodía sinfónica en la que los rojiblancos vencían, marcaban y no concedían. Y gracias a Simeone, ni sufrían.

Hoy, el unocerismo es una quimera, un imposible, un sudor frío porque, de no ser por cierto esloveno, sería casi un deseo inalcanzable. El Atleti no domina ninguna de las facetas que acostumbraba, por mucho que en Champions uno siga vivo y que en Liga las cosas vayan de notable alto pasado el ecuador de la temporada.

Pero es en partidos como los del domingo, cuando las cosas no se dan y el marcador no acompaña, cuando salen a relucir estas carencias de un Atlético incapaz de producir más allá de una ocasión al palo de Griezmann y una internada (con un penalti clamoroso que al VAR no le apeteció juzgar) sobre Morata ante un equipo que no se cansó de perder balones en zonas comprometidas.

Y a esas carencias técnicas se suman las físicas, las del corazón y no las de la cabeza, las que más le duelen al aficionado medio, porque el esfuerzo, que nunca se negociaba, ahora está en entredicho. Y es que el Atlético de Centurión García, de Lagarto Costa o de Gabi, no daba un metro por perdido. No dejaba un balón dividido. No permitía que nadie le tosiera.

Por eso choca, y duele, ver cómo Lemar camina 60 metros hasta el banquillo para ser sustituido, con el partido 0-0 y la posibilidad de ponerse a tiro a por la Liga. Por eso no es de recibo ver cómo, con el equipo perdiendo el partido, Griezmann espera en el córner que alguien le pase un balón para sacar de esquina mientras todos se mira las caras y tiene que ser Filipe Luis, que algo del antiguo Atleti debe haber heredado, yendo a por el balón pese a ser el último hombre. Por eso, no se sostiene que ante una jugada como la del penalti a Morata los jugadores acepten sin más que esa jugada no se va a revisar.

El Atlético ha dejado de ser dominador en las dos áreas. Le cuesta la vida hacer un gol y concede como nunca lo había hecho en los últimos años atrás, aunque Oblak siga manteniendo los muebles bien colocaditos. Y eso, posiblemente, no va a cambiar a corto plazo. Pero lo que duele, lo que molesta, lo que no tiene razón de ser porque es fácilmente corregible, es esta profanación de lo que un día conocimos como Cholismo.

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