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Kárpov contra Kaspárov: anhelos de gloria

Hubo un tiempo en el que el fútbol ocupó un plano secundario, casi marginal. Lejos de mundiales y hazañas balompédicas, el deporte rey de la segunda mitad del siglo XX fue el ajedrez. Una mesa, dos relojes a escala, 32 piezas casi perfectas bañadas en tonalidades antagónicas y dos genios venidos de una galaxia muy lejana que tuvieron a bien jugar en la Tierra. Una disputa sorda, casi muda y despiadada que concitó la atención de un planeta al que nunca antes le interesó tanto aquel juego.

Hablo de la historia ya legendaria de los enfrentamientos entre Anatoly Kárpov y Garry Kaspárov por el cetro mundial de ajedrez. Dice el maestro Leontxo García que ha sido la mayor disputa jamás narrada en la historia del deporte, y no le falta razón. Aún hoy, los mejores ordenadores del mundo no son capaces de reproducir los movimientos casi inhumanos que aquellos dos ejercían sobre el tablero. Pero para entender bien la dimensión de esta lucha, hay que viajar al pasado.

Un 23 de mayo de 1956 nacía en Zlatoust, una ciudad a unos 2000 kilómetros al este de Moscú, Anatoly Kárpov. El gélido tiempo de los Urales heló el carácter del pequeño. Bautizado de forma clandestina, encontró en el ajedrez un refugio paradisíaco donde olvidar su endeble estado de salud. Su padre, Eugene Stepanovich, fue su gran mentor. Su condición de enfermo le hizo jugar compulsivamente, su mente en formación quedó fascinada por los secretos de aquel juego. Obsesionado hasta tal punto, que su madre quiso prohibirle jugar. Habrían mutilado al mejor ajedrecista de todos los tiempos. Como todo iniciado, comenzó perdiendo repetidas veces, de forma abultada. La reacción natural era llorar de impotencia, pero un día, su padre le dijo las siguientes palabras: «Si lloras nunca jugarán contigo«, y desde entonces, nadie recuerda actividad alguna en los lacrimales del campeón.

Víktor Korchnói y Anatoly Karpov

Víktor Korchnói y Anatoly Karpov

A los 6 años, Tolia (apodo de infancia) comenzó a jugar con los chicos de su patio. Tiempo después fue inscrito en el club de ajedrez de Zlatoust. Era el único lugar en la ciudad donde podía aprender a jugar mejor al ajedrez. Allí conoció a Mikhail Tal, campeón del mundo. Kárpov ya tenía un dios al que adorar fuera de la imposición estalinista. El crecimiento de Kárpov fue sencillamente imparable. Con menos de 10 años de edad, ya era el mejor jugador de toda su región y a los 15, Maestro de la Unión Soviética, para acabar rematando su adolescencia con título de Gran Maestro. El estilo de Kárpov tiene una clara influencia, la del también campeón del mundo Mikhail Botvínnik, estratega inigualable. Un estilo de juego que se plasmó en la vida de Kárpov, pues fue Mikhail quien inculcó al futuro campeón que un ajedrecista sin formación no valía nada. Así que, acto seguido, empezó sus estudios en Física y Matemáticas. Aún hoy, escondido en algún lugar de sus pensamientos, no puede evitar esbozar una sonrisa cuando recuerda a su mentor.

Pero el ajedrez necesita de todos los saberes a su alcance, y Anatoly sabía que si quería ser campeón del mundo, tenía que seguir aprendiendo. Y por ello, acudió a Semyon Abramovich Furman, un obrero de Leningrado que en sus ratos libres reinventaba el juego. Estuvieron muy unidos, hasta el punto de trasladarse Káporv a Leningrado para estar más tiempo con él. En estos primeros años, la semilla del estilo que adoptó, comenzaba a germinar. Una forma de jugar fría y calculadora. Si el camino te llevaba a la victoria sí o sí, había que seguirlo, fuera feo de contemplar o difícil de imitar. Las variantes se las guardaba en el bolsillo, ya que estas carecían de la precisión necesaria para poder calcularlas. Un estilo minimalista perfeccionado, tan simple y conciso, que ni la mente más brillante lograba descifrarlo. Experto en sacar agua de una piedra, transformaba mínimas ventajas en muros inquebrantables.

La URSS dominó el juego de los juegos durante casi medio siglo, desde 1937 hasta 1972. Los campeones del mundo de ajedrez durante todos estos años servían a la bandera soviética, hasta que, en 1972, Bobby Fischer apalizó a Boris Spassky quitándole el título mundial al gigante ruso. Semejante ofensa debía ser reparada, y un país entero vio en Kárpov el antídoto a la tiranía de Fischer. En 1973, Kárpov ganó el torneo de candidatos, derrotando al defenestrado Spassky y preparándose para asaltar el trono mundial. Sin embargo, la historia no quiso darnos ese honor. El miedo a perder de Fischer, sumado a su estado mental hicieron que se negara a jugar, proclamando campeón del mundo en 1975 de la forma más triste al bueno de Kárpov. La soledad de no tener rival apenaba al campeón, así fue hasta 1984, años en los que dominó de forma dictatorial, con tan sólo un enfrentamiento a su altura, el de 1978 contra Víktor Korchnói, al que, por supuesto, ganó.

Un nombre empezaba a sonar con fuerza en el mundo del ajedrez, y no era otro que el de Garry Kaspárov, el ogro de Bakú. Un tipo con menos épica que su rival, sin una bibliografía tan compleja como la de Kárpov, pero con un elemento diferenciador, su madre, quien imprimió en él un orgullo letal, imprescindible para sobrellevar el durísimo golpe que supuso la temprana muerte de su padre. Maestro desde corta edad, se ganó el derecho a pelear por el título el 10 de septiembre de 1984 en Moscú. Si Kárpov era la quinta esencia de la URSS, un orgullo nacional, Kaspárov era un tipo resentido con el régimen, un mestizo que vio en el deporte rey el medio para reivindicar su talento. Si el campeón era cuidadoso y calculador, el de Bakú te aplastaba, una especie de guerra relámpago sobre el tablero. Un choque de estilos formidable, algo prodigioso.

Las tablas no valían, había que ganar 6 partidas de la manera que fuera, sin límite de intentos. Por lo civil o lo criminal. Y Kaspárov empezó pagando caro la novatada, a las nueve partidas, el vigente campeón ganaba por 4-0. Estaba siendo insultante, la Sala de Columnas de Moscú estaba presenciando una película de terror. En la partida 27, el marcador sitúa a Kárpov a una victoria de revalidar el título, pero entonces, ocurrió el milagro. Kaspárov se defendió de manera extraordinaria y lograba su primer punto. Meses más tarde, en marzo de 1985 sumaba el tercero, y a Kárpov le empezaba a faltar al aire. Lo que prometía ser un torneo extraordinario se había convertido en una maratón infernal. Los órganos competentes manipularon la cita y resetearon el torneo emplazándolo a septiembre de ese año, con el único objetivo de salvar a Kárpov, preferido del Gobierno y que se encontraba agotado y destinado a perder. Recuperando el formato antiguo al mejor a 24 partidas, Kaspárov derrotó a Kárpov ante los ojos de un teatro Tchaikovsky abarrotado. Divididos entre rubios y no rubios, la presión hizo fallar al campeón y entonces, aquel huérfano de tan sólo 22 años se proclamó campeón del mundo. El más joven en la historia en conseguirlo. Un prodigio. El outsider había derrotado a los poderes fácticos soviéticos.

El Ogro de Bakú | Getty

El Ogro de Bakú | Getty

Se volvieron a retar, en 1986. Un torneo dividido entre dos mundos: Londres y Leningrado. Kaspárov empezó fuerte, un 3-0 ponía tierra de por medio, pero una reacción maravillosa de Kárpov igualaba las cosas. Y estalló la polémica. La frustración de Kaspárov hizo desatar una tormenta de acusaciones contra un analista suyo, Vladimirov, de quien se decía que vendía información privilegiada a Kárpov, así que, procedió a despedirlo fulminantemente. La partida siguió y Kaspárov sumó otro punto más, el 4-3, que a la postre fue definitivo. El ogro de Bakú retenía el título. Le tenía comida la moral a Kárpov.

Sevilla, 1987. El teatro Lope de Vega resucitó con la celebración del campeonato mundial de aquel año. Una ciudad entera volcada con el juego de los reyes, una ciudad que dio la espalda al fútbol y al mundo en general por lealtad a aquellos dos gigantes. La historia dirá que Kárpov fue, posiblemente, el mejor jugador de todos los tiempos, pero aquel torneo en Sevilla lo llevará para siempre en su corazón. El excampeón sacó lo mejor de su juego y, tras remediar un garrafal error con una de sus torres en el C6, logra ponerse por delante a falta de un día de competición. Kaspárov está a borde del abismo, en palabras de Leontxo García: «estaba llorando el camerino«. Y otra vez, obró el milagro. Nadie contaba con que pudiera retener el título, pero aún así lo hizo.

Duelo de maestros | Kasparov.com

Duelo de maestros | Kasparov.com

Hubo que esperar hasta 1990, donde, en otro campeonato mundial disputado entre dos ciudades, Nueva York y Lyon, Kaspárov volvía a ganar el campeonato, los 12 años de diferencia entre ambos pesan mucho en un tablero, a pesar de ello, Kárpov entregó la cuchara por un sólo punto. Alma de ganador. Aunque nunca terminó una disputa por el cetro mundial por delante del ogro (sin contar el que se suspendió cuando iba ganando por 5-3), el balance de partidas jugadas en el título mundial es favorable al de Bakú por sólo dos puntos de diferencia. Entonces, ¿fue Kaspárov tan superior a Kárpov?

Evidentemente, no. Pero la suerte, juventud y el don casi divino del ogro para aguantar estoicamente bajo viento y marea le hizo alcanzar la gloria. Y aunque, en el año 1994 durante el torneo de Linares, Kárpov dio una lección magistral, la historia dirá que Kaspárov siempre le ganó. Ellos dos se odiaban, y así tenía que ser. Odio deportivo lógico y sincero. Admiración profunda, pero ningún buen deseo. Y aunque con el paso del tiempo y una vez retirados de la primera plana del ajedrez, los dos empezaron a mejorar su relación hasta cotas insospechadas lustros atrás, siempre quedarán las miradas de odio en cada partida.

Fuimos unos privilegiados. Espectadores de lujo de la mayor de las batallas. El duelo por antonomasia del deporte mundial en toda su historia. Dos tipos complejos que encontraron en el ajedrez, y en ellos mismos, la manera de escapar. Dos jugadores que a día de hoy están a años luz del resto en los libros de ajedrez. La vieja URSS contra la perestroika. La gloria soviética que se dio de bruces contra la sangre nueva del país. Un niño pálido y anodino que tocó la gloria. El otro, un lobo solitario que acabó por comerse al cazador. Kárpov y Kaspárov, o una época tan maravillosa que suena a ciencia ficción. Los anhelos de un deporte que, durante unos años, no tuvo rival.

Periodismo. Hablo de baloncesto casi todo el tiempo. He visto jugar a Stockton, Navarro y LeBron, poco más le puedo pedir a la vida. Balonmano, fútbol, boxeo y ajedrez completan mi existencia.

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