El arte es un camino que nace de la emoción, una disciplina provocada por la pasión. Heliópolis, el brazalete ajustado, el aire que acaricia las palmeras, un escudo que palpita, el legado, la pertenencia en su máxima expresión, la inspiración, el diecisiete. Joaquín es el Betis. Lo exhibe en cada línea que ha arrugado su entrecejo, en los pliegues que se dibujan en el contorno de sus ojos, en los kilómetros de sus piernas, en la comisura de unos labios que se estancan porque quieren negarse a pronunciar la despedida, en cada inspiración de un oxígeno imprescindible para existir. Una vida latiendo en verde.
Joaquín es la espontaneidad, lo natural e inevitable. La finta y el sprint. Un chiste que arranca carcajadas sin terminar de ser contado. El carisma que reconcilia ante lo trivial e insustancial. Un niño escondido en un cuerpo de 41 años que firmó un contrato con la juventud para prolongar lo pueril. La carrera del eterno capitán verdiblanco nos cuenta que los futbolistas más laureados no siempre son los más recordados. Los que permanecen en la memoria son los que se admiran en distintos estadios, los que reparten, sin escatimar, cada trocito de su ser, los que solo pueden salir por una puerta ingente y ancha tras una fiesta de fuegos artificiales. Los que calan en el corazón, allí en lo hondo, para quedarse para siempre. Imperecedero.
Imagen de cabecera: @RealBetis
