Álvaro Escobar | En la historia del fútbol, hay dos equipos nacionales (Hungría y Holanda) que, pese a no haber sido nunca campeones del mundo, han obtenido el reconocimiento propio de los ganadores. Uno es, indiscutiblemente, la selección holandesa, cuya historia es ampliamente conocida por todos, con aquel equipo liderado por Johan Cruyff que irrumpió en el panorama futbolístico internacional en el Mundial de Alemania, en 1974, asombrando al mundo entero, y revolucionó la forma de jugar a este deporte que había hasta entonces. Con aquellos jugadores nació el concepto de Fútbol Total, aunque no les sirvió para proclamarse campeones del mundo en aquella cita ni tampoco cuatro años después, en Argentina.
Así presionaba la #Holanda de Johan Cruyff. La naranja mecánica pic.twitter.com/SnX0uaU7zJ
— Sphera Sports ® (@SpheraSports) 15 de mayo de 2016
Otro equipo, mucho menos recordado que los tulipanes, quizá por la mayor lejanía en el tiempo, es la todopoderosa selección húngara de los años cincuenta que, capitaneada por Ferenc Puskás, protagonizó un despliegue ofensivo letal, arrollando a todo aquel que se cruzaba en su camino en el campeonato del mundo disputado en Suiza, en 1954, aunque tampoco le valió para conseguir el título. Fue esta selección húngara la predecesora de ese fútbol en el que todos atacan y todos defienden que, veinte años después, inspiró a la Naranja Mecánica.
Con los años cincuenta, el fútbol recuperó la normalidad y volvieron a celebrarse los campeonatos del mundo que habían quedado paralizados desde 1938, debido al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Con el silencio de las bombas, Brasil acogió una nueva edición del mundial de fútbol en 1950, marcado por el triunfo de Uruguay con el famoso Maracanazo. Cuatro años después, Suiza fue la encargada de organizar la sexta Copa Jules Rimet y en esta ocasión apareció una selección húngara que hizo frotar las retinas al público que pudo verla. Ya antes de la cita mundialista, Hungría había dado serios avisos de su potencial. En los Juegos Olímpicos de Helsinki, en 1952, conquistó la medalla de oro al derrotar por dos goles a cero a Yugoslavia. Un año más tarde, el equipo húngaro se presentó en el estadio de Wembley, donde venció 3-6 a Inglaterra, convirtiéndose en el primer equipo en ganar en el mítico templo londinense. Aquella derrota dejó tocada la moral de los ingleses, que pidieron la revancha meses después. En 1954, en Budapest, ambas selecciones se vieron de nuevo las caras y, esta vez, la humillación fue aún mayor, con un equipo inglés literalmente pisoteado, al caer por 7-1. Los inventores del fútbol habían encajado la peor derrota en toda su historia.
Hungría demostró esa superioridad también en Suiza. Gyula Grosics, Sándor Kocsis, Zoltán Czibor, Józcef Bozsik o Ferenc Puskás eran algunos de los integrantes del Equipo de Oro, como se le llamaba. Al mando del entrenador Gusztáv Sebes, la selección húngara desplegó un potencial de juego sobresaliente, tanto en ataque como en defensa, con un estilo de juego nunca visto hasta entonces. Desde el punto de vista táctico, los jugadores no ocupaban una posición concreta en el campo sino que se iban intercambiando esas demarcaciones durante el partido, provocando un enorme desconcierto en los rivales.
A la hora de atacar, los Magiares eran una auténtica arma letal, conjugando pases rápidos que le permitían llegar al área rival a una velocidad de vértigo, convirtiendo en gol casi todas las ocasiones que creaban. Pero esto no quería decir que descuidaran la retaguardia. La defensa iniciaba desde los teóricos atacantes, con una fuerte e incómoda presión a los rivales con la que intentaba recuperar lo más pronto posible la posesión del balón y así evitar cualquier situación de peligro en la portería propia. Esta forma novedosa de jugar al fútbol requería, lógicamente, de una condición física superlativa, precisamente otro aspecto que caracterizaba a aquel equipo de ensueño.
No tardaron los húngaros en demostrar su calidad en el Mundial. Encuadrados en el segundo grupo, endosaron un 9-0 a Corea del Sur en el primer partido. Pero fue en el segundo encuentro cuando Hungría se convirtió en uno de los favoritos para ganar el campeonato, al golear por 8-3 a Alemania Occidental, un equipo que, por aquel entonces, ya empezaba a tener una cierta reputación. Pero no acabó aquí. En el partido de cuartos, el equipo capitaneado por Puskás se enfrentó a la Brasil de Nilton Santos y Didí, otro candidato para levantar la Jules Rimet. Fue una final anticipada que pasó a la historia como La Batalla de Berna, por la violencia con la que se emplearon ambos contendientes. Finalmente, los magiares se impusieron por un claro 4-2.
En semifinales, esperaba Uruguay, poseedora del título conseguido cuatro años antes en Brasil. Los húngaros pasaron por encima también de los charrúas, a los que eliminaron por 4-2. La final volvió a enfrentar a Hungría y Alemania Occidental catorce días después de que los húngaros aplastaran a los alemanes, razón por la que muchos pensaban que la victoria caería del lado húngaro. Pero el fútbol tiene estas cosas y, esta vez, Alemania consiguió imponerse por 3-2.
Aquella final en el Wankdorf Stadium sería bautizada como El Milagro de Berna. Nadie podía creer cómo fue posible que aquel equipo que había pisoteado a los teutones dos semanas antes, hubiese sucumbido ahora. A pesar de la derrota, Hungría recibió el reconocimiento y admiración de todos los aficionados y sentó un precedente en la manera de jugar al fútbol. Sembró una semilla que brotaría, veinte años después, en otro lado de Europa, Países Bajos. La selección holandesa no había tenido ninguna repercusión en el fútbol hasta que se clasificó para el Mundial de Alemania de 1974, treinta y seis años después de su última aparición en un campeonato del mundo.
La base de aquel equipo era el gran Ajax ganador de la Copa de Europa tres años seguidos, en 1971, 1972 y 1973. Jugadores como Haan, Krol, Neeskens, Rep, Rensenbrink, Van Hanegem y, por supuesto, Johan Cruyff pusieron en práctica la forma de jugar de los húngaros aunque, a diferencia de éstos, los holandeses no tenían la misma verticalidad, el juego era más pausado, en consonancia con el ritmo de los partidos en los años setenta, la posesión de balón era mayor y no existía la figura de un delantero centro puro, como eran Puskás y Kocsis. Aplicando la terminología actual, aquella Holanda jugaba con Cruyff como falso nueve. Precisamente, la ausencia de un delantero centro nato, privó a los Oranje de demostrar en el marcador, con resultados más abultados, su superioridad en el campo y, posiblemente, de ganar aquel Mundial.
Pese al gran juego y la enorme superioridad de los tulipanes frente a todos sus rivales, la Copa del Mundo fue para los alemanes. Nuevamente, Alemania Occidental arrebataba el título al que más mérito había hecho para ganarla. Cuatro años después, no obstante la ausencia de Johan Cruyff, Holanda volvió a disputar la final del Mundial, pero la fortuna volvió a darle la espalda para ponerse a favor de la Argentina de Kempes en aquella cancha cubierta de papelitos. Diez años más tarde, el fútbol sería justo con Holanda y gracias a una nueva generación de grandes jugadores, ganaría la Eurocopa en 1988, con aquel golazo antológico de Van Basten en la final ante la Unión Soviética.
Desde entonces, la elección Oranje ha sido siempre considerada uno de los equipos más potentes de Europa y candidata a llegar, al menos, a las semifinales en los Mundiales y Eurocopas. En 2010, volvió a tener otra oportunidad para levantar la Copa del Mundo pero se tropezó con la mejor España de todos los tiempos. Muy diferente, en cambio, ha sido el devenir de la selección húngara después de aquel subcampeonato en 1954. La difícil situación política tras la invasión soviética en 1956, provocaría que muchos jugadores se marcharan del país y no volvieran a jugar ni con su selección ni con los clubs húngaros, que también eran fuertes en aquel momento. Tal es el caso de jugadores como Puskás, que acabaría recalando en el Real Madrid y vistiendo la camiseta de la selección española. De no haber sido por la convulsa atmósfera política de aquellos años, la trayectoria de aquel magnífico equipo habría sido muy diferente.
Pero, por desgracia, la selección húngara no volvería a ser la misma. Participó en el Mundial de Suecia en 1958 pero cayó eliminada en la primera fase. En los años sesenta parecía recuperarse tímidamente, llegando a los cuartos de final en los Mundiales de Chile 62 e Inglaterra 66, y con un tercer puesto en la Eurocopa de 1964, perdiendo en las semifinales, precisamente, contra España. A partir de entonces, la presencia de Hungría en los campeonatos del mundo y Europa ha sido meramente testimonial, siendo su última aparición en el Mundial de México 86. No obstante, la aportación de Hungría al fútbol ha sido trascendental, al sentar las bases de un estilo de juego y un sistema táctico que, años más tarde, propiciaría el nacimiento del Fútbol Total, y en el que hunde sus raíces la filosofía de juego que hemos podido ver en los últimos años en el Barcelona y en la selección española. Parafraseando a Miguel Hernández, el tiempo se pone amarillo sobre las imágenes de aquel maravilloso equipo, pero su fútbol sigue todavía estando vivo hoy.
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