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Hillsborough, lo que deberías conocer

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Ilie Oleart (La Media Inglesa) | Verano de 1984. El gobierno de Margaret Thatcher libra una cruenta lucha contra los sindicatos a causa de las privatizaciones. Entre un catálogo inacabable de enemigos internos y externos, reales e imaginarios, Thatcher siente un especial odio hacia uno de ellos, el más revoltoso de todos. El sindicato de mineros.

La Unión Nacional de Mineros (NUM, por sus siglas en inglés) organiza un piquete ante la planta de coque de Orgreave, en South Yorkshire, con la intención de interrumpir su funcionamiento. Thatcher no está dispuesta a permitirlo y despliega entre 4.000 y 8.000 policías, que se emplean con inusitada violencia para dispersar a los mineros. Para justificar su reacción desproporcionada, la policía de South Yorkshire exagera el grado de violencia empleado por los mineros, traspasándoles la responsabilidad de los violentos enfrentamientos. La agresividad de la policía fue tal que tuvo que acabar indemnizando a los 39 mineros detenidos con casi medio millón de libras. Sin embargo, logró evitar tener que reconocer públicamente su culpa. Así que no tuvo necesidad de emprender ninguna acción interna de reforma. Este cuerpo policial, autoritario, obsoleto y violento, será el encargado de velar por la seguridad de los 24.000 aficionados del Liverpool que planean acudir a Hillsborough, el estadio del Sheffield Wednesday, para animar a su equipo en la semifinal de la Copa inglesa ante el Nottingham Forest el 15 de abril de 1989.

 

Al frente, Peter Wright, fallecido en 2011, un tipo duro cuyas órdenes nadie se atrevía a discutir. En él arranca la tragedia. Solo 19 días antes de la semifinal, relevó al superintendente Brian Mole como responsable de las operaciones en el estadio de Hillsborough y le sustituyó con el superintendente David Duckenfield. El primero era un comandante con amplia experiencia en partidos de alto riesgo en ese recinto. El segundo jamás había organizado un partido en Hillsborough antes. El cambio se debió, supuestamente, a una indisciplina entre los subordinados de Mole.

Duckenfield, otro miembro del ala más dura de la policía, dedicó los días anteriores al partido a reprobar a sus agentes. Sin embargo, no halló tiempo para llevar a cabo las preparaciones básicas para la semifinal. No estudió la documentación y firmó el plan operativo solo dos días después de asumir el cargo, sin haber siquiera visitado el estadio. Cuando se presentó para la semifinal, no conocía los aplastamientos que se habían producido en ese mismo escenario en las semifinales de 1981 y 1988. Ni tampoco que la llegada por Leppings Lane era un cuello de botella que Mole solía controlar meticulosamente, consciente de su potencial para generar avalanchas.

El nuevo responsable de Hillsborough no sabía que los siete tornos a través de los cuales debían pasar 10.100 aficionados del Liverpool conducían directamente hacia un largo túnel que daba acceso a las zonas situadas inmediatamente detrás de la portería del fondo de Leppings Lane. Ni tampoco que la policía tenía una táctica denominada Freeman en honor al superindendente John Freeman que consistía en cerrar ese túnel cuando esas zonas estaban llenas para evitar aplastamientos. Duckenfield estaba más ocupado impartiendo disciplina militar entre sus subordinados.

El oficial Roger Marshall, responsable en la zona exterior, también era nuevo en esa función. Según su testimonio, los problemas comenzaron a las 14.15. Para las 14.35, la policía “había perdido totalmente el control”. Jamás se le ocurrió pedir que se retrasara el partido, previsto para las 15h. “Ese es mi mayor reproche… que no lo hice”.

A las 14.48, la muchedumbre en los tornos era tanta que Marshall preguntó por radio si podía abrir la salida C para que los aficionados también pudieran entrar por allí. Duckenfield no respondió hasta que Marshall advirtió que alguien podía morir si no abrían la puerta. A las 14.52, Duckenfield dio la orden de hacerlo.

Esa decisión desencadenó la tragedia. Los aficionados bajaron por el túnel hacia las zonas centrales situadas frente a ellos. A nadie se le ocurrió recurrir a la táctica Freeman y cerrarlo. La mayoría de las 2.000 personas que entraron por la puerta C se dirigieron hacia la zona central a través del túnel. De las 96 personas que fallecieron, 30 seguían fuera en los tornos a las 14.52. Entraron por la puerta C guiados por la policía y hallaron la muerte diez minutos después.

Las mentiras comenzaron ya en ese momento. Duckenfield informó a Graham Kelly, secretario de la federación inglesa, que los aficionados del Liverpool habían entrado por la puerta C a la fuerza. Esa noche, Peter Wright tuvo que admitir que fueron ellos los que habían abierto la puerta. Pero la estrategia de la policía de South Yorkshire de cubrir su incompetencia culpando a los aficionados ya estaba en marcha.

Noventa y seis aficionados hallaron la muerte aquella tarde, víctimas de la asfixia, al no poder expandir su pecho para inspirar. Como explicó un médico durante el juicio, fue “como una serpiente constrictor”.

El agente Andrew Eddison, que entró en el fondo para sacar a gente, afirmó que “todos se habían orinado y defecado encima” y que el vómito cubría los cuerpos. Mientras sacaba personas de allí, una mano se agarró a la pierna de su pantalón. Una vez extraídos los cuerpos, resultó ser un niño.

David Lackey, un hombre atrapado en ese fondo, recuerda a Thomas Howard, un hombre casado de 39 años, aplastado junto a él repitiendo sin cesar: “Mi hijo, mi hijo”. Tommy Jr, su hijo de 14 años, halló la muerte junto a él.

Sobre el césped, Trevor Hicks corría entre sus hijas, Vicki y Sarah, de 15 y 19 años respectivamente. Mientras realizaba intentos desesperados por reanimarlas, gritaba: “No las dos, es lo único que tengo”. Trevor aplicó a Vicki el boca a boca, absorbiendo el vómito que salía por su boca, según su propio testimonio. Finalmente, subió a una ambulancia confiando en que otra llegaría pronto para rescatar a su hija mayor. Al ver que no llegaban más ambulancias, Russell Greaves, un detective de la policía que había ayudado a conducir a ambas hermanas sobre el césped, cargó a Sarah en una valla publicitaria y se le llevó al gimnasio. Pero allí tampoco había ambulancias. Así que la dejó en el suelo e intentó reanimarla de nuevo. Hasta que los equipos médicos le dijeron que ya no había nada que hacer. Tampoco Trevor pudo hacer nada para salvar a Vicki.

Solo cuatro ambulancias lograron llegar hasta el campo, así que aficionados y policías utilizaron vallas e incluso una escalera como camilla improvisada para trasladar 82 cuerpos hasta el gimnasio.

Para entonces, la policía estaba más interesada en hallar pruebas que respaldaran su versión que en ayudar a los heridos o a las familias de las víctimas. A las 17.58, el inspector de policía Gordon Sykes envió a un fotógrafo a tomar imágenes de los restos de basura del contorno del estadio. Su objetivo era hallar botellas y latas de cerveza que permitieran demostrar que los aficionados estaban borrachos y trasladar la culpa de lo sucedido a las víctimas. En lugar de eso, halló papeleras casi vacías con latas de refrescos en su mayoría.

El forense Stefan Popper ordenó tomar muestras de sangre a todas las víctimas y buscar restos de alcohol. Incluso en el caso de Jon-Paul Gilhooley, la víctima más joven. De diez años. A algunas de las personas heridas en el hospital también se les extrajeron muestras de sangre en busca de restos de alcohol.

Mientras hijos, hermanos, padres y abuelos lloraban sus pérdidas, la mentira seguía propagándose. Los agentes de la policía de South Yorkshire se reunieron esa noche en su club social, el Niágara. Allí se difundieron algunas de las mentiras más flagrantes que reproduciría esa misma semana el tabloide The Sun bajo el titular “The truth” (“La verdad”). Una de ellas, que los aficionados habían saqueado los cuerpos de los fallecidos, no solo era mentira sino que la policía tenía las pruebas que demostraban que lo era, puesto que habían anotado las pertenencias halladas en cada víctima. Nada parecía faltar.


En el Niágara, Sykes se encontró con un parlamentario conservador, Irvine Patnick y le preguntó si quería conocer “la verdad”. Le condujo junto a algunos agentes que le contaron que los aficionados “se orinaron encima de nosotros” y les golpearon durante las operaciones de rescate. “El causante fue el alcohol”, le dijo Sykes a Patnick, “ahora habla por nosotros en el parlamento para que sepan lo que realmente sucedió”.

El día después de la tragedia, Wright abrió una reunión para investigar lo ocurrido defendiendo a los suyos: “Mi trabajo no es cuestionar las decisiones”. Sus subordinados le contaron que los aficionados no estaban en el estadio a las 14.30 porque había “hordas de personas bebiendo”, que “no eran normales”. Nadie habló en aquella reunión de la decisión de abrir la puerta C. Ni del error de no cerrar el túnel. Ni del relevo de Mole. Wright finalizó la reunión dirigiéndose a sus agentes: “Hicisteis un buen trabajo”.

Ese mismo día, Margaret Thatcher visitó Hillsborough. Wright le hizo un resumen de lo sucedido, haciendo hincapié en que la culpa radicaba en “la muchedumbre borracha”. En una reunión de la federación de policía de ese mismo día, Wright afirmó que “si alguien es culpable, son los individuos borrachos sin entrada”.

Tras la mentira, llegó la manipulación. Los agentes de policía británicos deben registrar sus experiencias en una libreta oficial que es difícil de modificar a posteriori. En lugar de utilizarlas, se pidió a los agentes que consignaran sus testimonios en hojas normales de papel. Eso permitió manipularlos antes de que llegaran a manos de Lord Justice Taylor, que condujo la primera investigación, en 1989.

Según el panel independiente de Hillsborough que investigó la tragedia en 2012, 164 declaraciones fueron manipuladas. De ellas, 116 criticaban la actuación de la policía y la falta de liderazgo de los mandos. Toda alusión a la táctica Freeman fue eliminada.

 

 

En el informe que Wright envió a la comisión de investigación, Duckenfield era descrito como un oficial de “amplia experiencia”. No se mencionaba el relevo de Mole. Ni el error de no cerrar el túnel. Se describía a los aficionados como “animales” o “salvajes”. Básicamente, ellos eran los que habían desencadenado la tragedia al presentarse tarde y borrachos al estadio, y querer abrirse paso a la fuerza.

En marzo de 1991, la justicia sentenció que la tragedia de Hillsborough había sido un caso de “muerte accidental”. La policía había logrado que su versión prevaleciera. Tal vez pensaron que su incompetencia y mala fe había quedado enterrada para siempre bajo un montón de papeles que el tiempo se encargaría de cubrir de polvo.

No contaban con la determinación y dignidad de un grupo de hijos, padres y, sobre todo, madres, que no estaban dispuestos a permitir que la ignominia cubriera el recuerdo de sus seres queridos para toda la eternidad. Así comenzó una lucha en pos de la justicia y la verdad que ha durado veintisiete años. De las 96 víctimas de Hillsborough, 71 tenían menos de esa edad cuando la muerte les sorprendió en un campo de fútbol.

En el camino, la sentencia de “muerte accidental” de 1991, la acusación privada de las familias contra Duckenfield de 2000, la investigación del panel independiente en 2012 y, finalmente, este juicio que ayer tocó a su fin. Tras más de dos años de investigación, se ha convertido en el más largo de la historia judicial británica. Pero su veredicto se convertirá en un legado indeleble. Los nueve miembros del jurado, tres hombres y seis mujeres, han dictaminado que la policía fue la principal responsable de la tragedia. Que los aficionados no tienen culpa alguna de lo sucedido. Que no fue un accidente. Fue un crimen. Esa es la verdad.

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