Duro pero justo. Que la Roma juegue mejor sin Totti es una de esas frases que nunca pensamos que podríamos leer, pronunciar o escribir pero que se ha convertido en un hecho difícilmente refutable. El motivo se llama Edin Dzeko pero, sobre todo, estriba en la edad del genuino Francesco I, aunque lo del bosnio tiene su mérito. Con el nueve balcánico, un nueve auténtico, la Roma ha variado su semblante. Sigue siendo un equipo de tendencia ofensiva cuyo ariete central cae con cierta frecuencia a zonas cercanas al círculo central para embolsar y cambiar el juego pero ese mismo delantero, capaz de descargar a un nivel técnico semejante al del Grande Capitano, es capaz asimismo de girarse para sumarse a la jugada colectiva pisando área. Esa nimia variación no es banal y es la que ha permitido a la Roma desenvolverse en un registro más simple pero más asentado y definido. Con más cuajo.
Si la titularidad de Dzeko era esperada desde el mismo anuncio de su fichaje desde Manchester, también parecía quedar claro que con los aterrizajes de Salah y Iago Falque, Gervinho, que estuvo muy cerca de marcharse a la liga catarí con una nómina propia del súperclase que no es, iba a pasar a tener un rol más residual como elemento revulsivo desde el banquillo. Sin embargo, el costamarfileño ha sido y es el protagonista principal y definitivo de la versión más ecléctica, directa y contundente, menos quebradiza, lírica e inocente que maneja hoy Rudi García, quien ha dejado el violín de lado para marcar el ritmo con la batería. Un compás rítmico que casa de forma más natural con el estilo de sus jugadores y muy, especialmente, con el del africano.
Para el técnico francés, era Falque el destinado a ocupar el puesto de titular como extremo por la izquierda en su 4-3-3 como así hizo durante los primeros encuentros de la temporada, con la clara idea de que el gallego aportase desde allí más combinación, visión, mezcla y pausa para así compensar la libertad vertical y cimbreante de Mohamed Salah por el otro costado. Hasta que Rudi descubrió que para tocar bien la batería necesitaba dos baquetas y de esta forma, aprovisionarse en cada ataque de una baza más para hacer sonar los platillos, aprovechando los movimientos de la zaga adversaria y los jugosos espacios que provocan las idas y venidas de Dzeko hacia y desde la zona ancha. Puestos a cambiar, pensó el míster, hacerlo de forma completa.
En el epicentro de ese matiz táctico es donde Gervinho ha encontrado el caldo de cultivo ideal para reconquistar la titularidad y adueñarse del show a través del nivel más continuo y maduro que hayamos visto en toda su carrera, dentro del tope de continuidad y madurez que un jugador como él puede llegar a alcanzar. Con siete goles, todos ellos en los últimos diez partidos, el extremo giallorosso es el máximo de los suyos, se sitúa a la altura de todo un killer de la Serie A como Carlos Bacca y va camino de superar los mejores guarismos de su carrera de cara a puerta, que datan de su época en Lille, también a las órdenes de Messieu García. Sin ser evidentemente un crack, Gervinho se está comportando como tal.
El escenario por el que se mueve ha ganado en espacio y oportunidades y el costamarfileño con nombre y piernas de brasileño lo ha aprovechado para ejercer del tipo de jugador determinante que él siempre ha creído ser pese a sus innumerables e inverosímiles colisiones, pasadas y recientes, contra la línea de fondo o contra el cuerpo del arquero. Con la nueva disposición de la Roma, Gervinho conserva su profundidad vertical e incrementa su movilidad y su campo de acción. El terreno a expugnar con su velocidad de centella es más fértil y puede ser encarado desde posiciones múltiples y más favorables, llegando incluso a partir desde posiciones de relativo punta central. En definitiva, hay una mejor disposición de los elementos y un medio ambiente propicio para hacer de sus ataques fulgurantes y de sus lúdicas conducciones, acciones muy productivas que están convirtiendo lo que antes era efímero en indeleble debido a una insospechada efectividad que subsiste gracias a la racha en la que está instalado pero que, como casi todo, poco tiene que ver con el azar y la casualidad.
Sin riesgo de hipérbole, Gervinho es uno de los futbolistas del mundo más desequilibrantes y con un mayor impacto al espacio. Devastador con metros por delante y directamente imparable si, a campo abierto y en línea recta, logra dar el primer paso hacia la trayectoria de la pelota antes que su marcador. Lo que añade esta campaña es que, además de ser un percutor de resorte y dribbling, está tornándose en un certero ejecutor. Un cambio de tendencia impresionante para el hombre que comenzaba las jugadas como Maradona y las terminaba con el tacto propio del tuercebotas y que llegó a desesperar a buena parte de una ciudad del tamaño de Londres hace no demasiado tiempo. Gervinho es a día de hoy una gacela que ha adquirido un instinto carnívoro tan impropio como desatado.
Limitado pero insistente, tan ajeno a todo a veces y tan imprescindible otras, coherente en su incoherencia, poseedor de una autoestima sin cortapisas, conmovedor en su empeño, desdeñoso del ejercicio grupal, obcecado sin razón, jactancioso, individualista, peculiar, carismático, vibrante, divertido y excéntrico. El nuevo Gervinho está de moda, es el insospechado rockstar del momento en la Roma y pese a que sus cualidades tienen mucho más que ver con la pura habilidad que con el eminente talento, suyo es el contundente y frenético riff que predomina en el espectáculo que ofrece la banda. Un desfogado swing que nace de sus rápidos botines, esos que, siendo niño, tuvo que ganarse con su primer equipo en Abiyán una vez superadas tres pruebas jugando descalzo. Sin Salah, fuera de los terrenos de juego para más de un mes por una lesión en el tobillo derecho, el sonido directo, rasgado, eléctrico, apabullante y renovado de la Roma queda exclusivamente en sus manos. O mejor dicho, en sus pies.
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