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Fútbol Internacional

Ese Pibe

“Por eso ahora vamo’ a bailar
Para cambiar esta suerte
Si sabemos gambetear
Para ahuyentar la muerte” (Bersuit Vergarabat)

Eran tiempos de narcotráfico, violencia, pobreza, corrupción y muerte, mucha muerte, en aquellas tierras liberadas por Simón Bolívar. El pueblo necesitaba algo que los hiciera olvidar tanta desidia y fue allí, en medio de tanto caos, donde un hombre con un espléndido y llamativo afro rubio apareció para darles un dejo de esperanza durante 90 minutos semanales. Quizás fuera poco, sí, pero lo suficiente como para recuperar la sonrisa.

Cuando aquel Pibe nacido en Pescaíto un 2 de septiembre de 1961 decidía ponerse en contacto con el balón no jugaba, sino que se ponía a bailar, realizando compases individuales de suma exquisitez, aunque también solía sacar a uno que otro rival, seguramente porque los ritmos caribeños así lo precisan. Su querida Unión Magdalena (donde debutara allá en el ya lejano 1981), Millonarios o Deportivo Cali fueron los primeros en notar que algo era diferente en ese chico. No solo porque se había empeñado en conservar un bigote digno de la década anterior, sino debido a que ya comenzaba a mostrarse como uno de los mejores jugadores de una nación que vivía, todavía, a la sombra de los gigantes del sur de Sudamérica.

Aquellos primeros pasos –que duraron de 1981 a 1987, año en el que sería nombrado Mejor Jugador de Sudamérica por primera vez- fueron de un lento pero constante desarrollo en la carrera de Carlos Valderrama, aunque lo realizado en las últimas campañas con los verdiblancos comenzaría a llamar la atención de los clubes europeos (todavía en una época en donde Bosman no era conocido), siendo finalmente el Montpellier el que se llevaría a la nueva perla colombiana. El melenudo muchacho llegaría a Francia sabiendo que tenía las condiciones necesarias para triunfar, aunque, a su vez, también iba acumulando una especie de furia interna debido a no haber podido campeonar con su último club, además de no haber podido ser de ayuda ante Paraguay por los playoffs de la CONMEBOL de cara a México 1986. Aquello sería su motor para seguir progresando y para mostrarle al mundo que no era solo un hombre con un extravagante cabello.

Así, mientras alternaba el verde césped con el banco en La Pallaide (donde ganaría la Copa de Francia en 1990), lograba uno de sus sueños, reemplazando en el conjunto cafetero nada menos que al mítico Willington Ortiz. Y nadie parecía sorprenderse con aquella decisión, ya que parecía la opción más lógica. Lo que pocos pudieron prever era lo que vivirían como nación a partir de entonces.

Mientras los narcos buscaban quedarse con el poder (tanto político como en el fútbol, donde varios capos tomaban las riendas de los principales equipos del país), una nueva generación llegaba para hacer de Colombia una verdadera potencia futbolística. Ya en la Copa América de 1987 los jóvenes talentos John Jairo Trellez (19 años), René Higuita (20), Leonel Álvarez (21), Bernardo Redín, Antony de Ávila (24), Alexis Mendoza o el propio Pibe (25) comenzaron a mostrar de lo que eran capaces gracias a su juego imaginativo y hasta anárquico de momento, algo que les permitiría finalizar en la tercera posición. Francisco Maturana comenzaba a encender una máquina que no pararía hasta encumbrarse como los mejores del mundo.

Tras una decepcionante eliminación en la fase de grupos de la Copa América de 1989 (donde se sumarían al grupo Wilmer Cabrera, Andrés Escobar o Luis Carlos Perea, todos conducidos por el goleador Arnoldo Iguarán) llegaría la gran alegría: los colombianos se tomarían revancha de Paraguay en Barranquilla para meterse a su primer Mundial desde 1962. Ese sería, para Valderrama, su momento más feliz dentro de la selección. “Había mucha alegría por la selección, que tenía posibilidades. Era el momento para volver a un Mundial, por los jugadores que había, y lo logramos jugando al fútbol” , le comentaría años después a la ya desaparecida revista El Gráfico de Argentina.

En la tierra del Renacimiento un grupo de sudamericanos dejaría grandes pinceladas de fútbol. Si algo podía reconocerse a simple vista era que tanto Valderrama como sus compañeros nunca perdían la alegría de jugar, cual si se tratara de un grupo de niños en medio de un descampado. Un empate ante la que fue la selección campeona -Alemania Federal-, les permitió meterse en octavos, donde, lamentablemente, fueron eliminados por la Camerún de Roger Milla.

El 10 cafetero, a partir de entonces, vio como las puertas europeas comenzaban a cerrarse rápidamente (tras el Montpellier solo tuvo un breve paso por el Rayo Vallecano, encontrándose con Maturana, Higuita y Leonel Álvarez), teniendo que volverse al calor de su tierra. Pero eso no le impidió seguir demostrando toda su clase con una selección que se crecía año si y año también. En la Copa América de 1991 terminaron en el cuarto lugar, derrotando a Brasil en este centenario torneo por primera vez. Y en 1993 finalizaron terceros, venciendo a México y a Uruguay en el proceso y solo cayendo por penales ante la campeona Argentina. Nadie sabía que habría una pronta y saboreada revancha.

El 5 de septiembre de 1993 quedaría marcado a fuego en el corazón de cada colombiano. Los cafeteros, que habían derrotado a la albiceleste por 2-1 en Barranquilla, llegaban como líderes al Estadio Monumental, teniendo que sacar solo un punto para meterse en un nuevo Mundial. El ambiente se había tensado en los últimos días, sobre todo tras las palabras de Maradona: “Ellos no pueden romper la historia, ellos no deben romper la historia, nosotros los argentinos debemos seguir históricamente como estamos: Argentina arriba y Colombia abajo”.

Los primeros minutos comenzarían siendo los de dominio por parte de un local que era alentado constantemente por sus hinchas. Solo debían buscar un salvador y creían ser capaces de ello. No por nada eran los actuales bicampeones continentales. Pero a los 41’ Valderrama tomó la pelota en el medio, hizo un amague corto y tocó rápidamente para aquella locomotora llamada Fredy Rincón, quién no solo se sacó prontamente a todos sus marcadores de encima, sino que además aprovechó dicha velocidad para dejar a Goycochea tirado en el piso tras eludirlo y marcar. Aquel 0-1 fue el preludio de uno de los mejores segundos tiempos que se verían en aquella década. El melenudo comandaría a sus tropas hacia un 0-5 de ensueño (hubo dos goles de Faustino Asprilla, uno nuevo de Rincón y un último de Adolfo Valencia para cerrar la goleada). Sus pases eran de ensueño, sus gambetas sacaban de quicio a los argentinos, su sonrisa se lucía más que nunca.

Los festejos se alargaron a más no poder y era lógico: Colombia había llegado para cambiar el status quo y se alzaba como uno de los favoritos a ganar el Mundial de Estados Unidos. No se pensaba en otra cosa que en arribar a puestos de podio. Pero la historia fue muy diferente: los resultados ya no acompañarían a un conjunto que ya había llegado a su pico de rendimiento. Tras una derrota ante la Rumania de Hagi (otro mago) llegaría el maldito autogol de Andrés Escobar ante los norteamericanos, sellando la suerte de un seleccionado que había llegado para hacer historia, pero que se terminaría retirando del torneo tras solo dos partidos. Pero ese no sería el final, sino que este llegaría días después, cuando el propio Escobar acabó siendo asesinado. Aquella alegría y esperanza que Valderrama y los suyos habían llevado a un pueblo golpeado se había esfumado por completo. Ellos también tuvieron que sentir en carne propia toda la violencia de un pueblo que no paraba de sangrar. Francia 1998 sería el último torneo de esta generación, aunque no lograrían pasar la fase de grupos.

Valderrama consiguió ganar un par de torneos locales con el Junior, además de terminar sus días en la naciente MLS (Tampa Bay Mutini, Miami Fusion y Colorado Rapids). Aquello fue lo último que se vio del Pibe, aquel hombre de afro y bigote eternos que gustaba más de pasar el balón que de convertir goles y que, sobre todo, se sentía libre dentro de un campo de fútbol. Cuando se retiró todo el pueblo se puso de pie para aplaudir al hombre que les devolvió la alegría, por lo menos durante 90 minutos semanales.

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