Decía Tommy Shelby que “en los bares, algunas veces la gente dice cosas, y otras veces es el whisky hablando. Es difícil discernir quién habla”. Cuando en las barras ya no hablaban de Isco ni confesaban elogios hacia él, lanzó un nuevo debate. Recogió todos sus pedazos del suelo e hizo brujería con ellos. Ahora puede mostrar ese naipe que aparenta no haber estado roto, encanta a perros y recoge un MVP detrás de otro. Ya son nueve en 13 jornadas. La magia no sucede por sí sola, alguien la construye. La piensa, la inventa, la practica y la pone en escena. No debe ser casualidad que el malagueño sea el jugador de las grandes ligas europeas que más ocasiones de gol ha generado en lo que llevamos de curso. Arquitectura del ilusionismo; su fútbol parece contradecir los hechos naturales.
Está en un momento pletórico. A Isco Alarcón no se le ponen los semáforos en rojo, no se le cae la tostada por el lado donde unta la mantequilla, nunca se le acaba la batería del portátil. Sus performances son arte elevado al lujo. Una danza donde baja un balón acomodado en el pecho y gira con la pelota haciendo piruetas. La pincha, ejecuta un quiebro con un movimiento de cadera engañoso, baila en una baldosa y se inventa un paso prohibido con un taconazo. Pellegrini tiene una joya para representar sus coreografías. Cuando nadie le esperaba, ha despertado un talento dormido con cariño. Isco se ha lavado la cara y se ha vuelto a mirar en el espejo. Ahí sigue estando su sonrisa.
Su fútbol es ingobernable, díscolo y desobediente, y desafía con su propia rebeldía aquel destino que habían dibujado para él. Cada minuto de Isco es un contador a cero que nos recuerda que no podemos dar nada por hecho. Tampoco en el fútbol. La vida y la jugada no se rige ni se define con el pasado y el futuro. El presente es su única dirección. Al líder de los Shelby sólo le interesaba el minuto del soldado. “En batalla es todo lo que tienes. En un minuto pasa todo a la vez. Todo lo anterior no importa, ni lo que pasa después. Nada se compara con ese minuto”.