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Atletismo

El “Harakiri” de Kokichi Tsuburaya

La fortaleza mental resulta ser una característica esencial para todo buen corredor de fondo. Si bien la preparación física permite al atleta adquirir el estado de forma necesario para alcanzar sus objetivos en las distintas pruebas donde participe, la resistencia psicológica es la que sin duda puede aportarle un plus de seguridad a la hora de correr.

Kokichi Tsuburaya fue un magnífico corredor gestionado por una mente brillante dentro de la pista pero terriblemente nociva fuera de ella. Japón se preparaba para albergar los Juegos Olímpicos de 1964, era concretamente la ciudad de Tokio la encargada de demostrar al mundo que el pueblo nipón había logrado superar la dura postguerra dejando atrás tiempos dolorosos. Para el país oriental se trataba de una magnífica oportunidad de demostrar su capacidad organizativa y también la competitividad de sus atletas en diferentes especialidades.

Tsuburaya nació en 1940 en Sukaguawa, ciudad situada en el centro de la prefectura de Fukushima. Se graduó en la escuela secundaria y posteriormente se enroló en las filas de las Fuerzas de Autodefensa de Japón, donde empezó a practicar atletismo como base de su entrenamiento y de manera profesional poco tiempo después. Rápidamente despuntó en carreras de fondo, especializándose en los 5.000 y los 10.000 metros, para más tarde probar suerte con las maratones. El atleta nipón se convirtió en poco tiempo en uno de los mejores fondistas de su país, siendo seleccionado para participar en los Juegos Olímpicos que debían disputarse en breve.

Japón tenía como objetivo sumar algún metal en el deporte rey de los juegos; el atletismo. Una asignatura pendiente desde las olimpiadas de Berlín celebradas en 1936 donde se había logrado la última medalla. En la final de los 10.000, donde Tsuburaya participó a pesar de no partir entre los favoritos, el mundo asistió atónito a la victoria del estadounidense Billy Mills, un joven indio sioux que fue capaz de rebajar su marca personal en más de 40 segundos para alzarse con el triunfo, mientras que nuestro protagonista logró alcanzar un meritorio sexto lugar.

Con el paso de las jornadas Japón sumó numerosos metales en diferentes especialidades como gimnasia, lucha, judo, boxeo o natación, pero ninguno logrado en las pistas de atletismo. De esta manera se alcanzó el último día de competición, con la única esperanza nipona centrada en la prueba de maratón, donde los ídolos locales Toru Terasawa y Kenji Kimihara resultaban ser dos opciones fiables de medalla.

Abebe Bikila llegó a la cita renqueante debido a una reciente operación de apendicitis, pero una vez sobre el asfalto, el etíope demostró una superioridad aplastante sobre el resto de competidores, entrando en solitario en el Estadio Olímpico de Tokio con más de cuatro minutos de ventaja sobre sus perseguidores.

Tras la llegada del africano, los más de 70.000 espectadores que abarrotaban el estadio enloquecieron ante la aparición de un atleta japonés en la pista, pero no se trataba de ninguno de los dos favoritos, sino de Kokichi Tsuburaya, quien con evidentes gestos de extenuación restaba los metros que le separaban de una valiosa medalla de plata. Pocos instantes después de que Tsuburaya hiciera acto de presencia, entró en el estadio el británico Basil Heatle, quien parecía un tanto más entero que el nipón de cara a afrontar las últimas zancadas que debían dilucidar el podio final de la prueba.

En la última curva el fondista británico logró sacar fuerzas de flaqueza para hacer un último cambio de ritmo, superando a un atleta japonés exhausto que tan solo pudo observar impotente cómo este le arrebataba el segundo lugar a pocos metros de la meta.

Abebe Bikila, Basil Heatle y Kokichi Tsuburaya en el podio tras recibir las medallas en maratón. Olimpiadas Tokio 1964. (ImagoImages)

Kokichi Tsuburaya había logrado romper la maldición que impedía a los atletas japoneses hacerse con una medalla en unos Juegos Olímpicos, pero su rostro no reflejaba la felicidad de la proeza realizada, sino todo lo contrario. El rostro del fondista mostraba la frustración de haber sido superado a pocos metros de la llegada con 70.000 compatriotas jaleándolo, la amarga sensación de haber fallado a todo un país entero.

A pesar de los elogios que recibió por parte de los medios de comunicación locales, quienes se rindieron ante la garra de su corredor, Tsuburaya declaró su malestar por no haber sido capaz de conseguir aquella medalla de plata, sintiendo que había defraudado a su pueblo, y confesándole a sus compañeros su frustración: “He cometido un error imperdonable ante todo el país, me he confiado demasiado y solo obtendré el perdón si logró el oro en México 68”.

A partir de ese momento Kokichi Tsuburaya comenzó a preparar con total dedicación los siguientes Juegos Olímpicos. El entrenamiento se convirtió en su vida y en el antídoto que podría paliar su sentimiento de culpa con la consecución de un oro obsesivo capaz de atormentar una mente privilegiada y dañina a partes iguales. Se alejó de su novia y de su familia, centrándose única y exclusivamente en la preparación de pruebas de larga distancia, un esfuerzo diario que acabó pasando factura a menos de un año para las siguientes olimpiadas.

Las lesiones obligaron a Tsuburaya a cesar su preparación, obligándole a estar inactivo durante algunos meses, un periodo de tiempo que resultó irrecuperable puesto que en su vuelta a los entrenamientos su tesón no fue correspondido por un físico maltrecho por un exceso de trabajo, todo el esfuerzo realizado en los tres últimos años habían resultado en balde.

El 9 de enero de 1968 Kokichi Tsuburaya no hizo acto de presencia en el desayuno de la concentración. Sus compañeros de equipo, extrañados por su ausencia, acudieron a su habitación. Allí el cuerpo del atleta yacía ensangrentado en el suelo, en una de sus manos la cuchilla de afeitar con la que sesgó su vida, en la otra una nota de despedida: “Siento mucho crear problemas a mis instructores, os deseo éxito en México, estoy demasiado cansado para correr más”.

Tsuburaya cambió la espada por una cuchilla, llevó a cabo su “Harakiri” particular creyendo que había perdido su honor siendo adelantado a pocos metros de la meta años atrás y siendo incapaz de recuperarlo en los siguientes juegos. Un claro ejemplo de que un buen corredor de fondo debe reunir unas buenas condiciones físicas y una gran fortaleza mental, una mente capaz de tirar del atleta cuando las piernas flojean y de aceptar las derrotas como parte del aprendizaje.

Imagen de cabecera: ImagoImages

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