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El golpe para la historia de un tenista infinito

Eran las 23:15 horas en Melbourne cuando Roger Federer dio unos saltitos en la Rod Laver Arena sin poder esconder alguna que otra lágrima en los ojos. No era para menos: el suizo acababa de dar un golpe a la historia del tenis.

Federer ganó con 35 años el decimoctavo título de Grand Slam de su carrera, lo hizo después de seis meses parado por una lesión de rodilla, cuando muchos le daban por muerto, y salvando una situación límite ante Rafa Nadal, un jugador que históricamente había sido casi como un calvario para el suizo.

El español sacó en el quinto set con 3-2 y ventaja a su favor, pero estrelló una derecha en la red y Federer, que tantas veces había sucumbido ante la poderosa mente de Nadal, terminó imponiéndose por 6-4, 3-6, 6-1, 3-6 y 6-3 después de tres horas y 38 minutos.

«Habría estado feliz de perder también, de verdad», dijo Federer en la ceremonia de premiación al lado de Nadal, que también había resurgido de una lesión en los últimos meses.

Siempre educado y respetuoso, quizás exageró un poco el ahora campeón de 18 grandes. Federer no necesitaba un título así para que se le considere una leyenda o un mito, pues hace tiempo que lo es, pero sí necesitaba de algún modo una victoria así para demostrar al mundo que a su raqueta todavía le queda mucho tenis.

Y necesitaba un triunfo así ante Nadal en la Rod Laver Arena, que hace ocho años había sido testigo de una imagen para la historia. Federer lloraba desconsolado tras perder la final ante el español. «Esto me está matando», dijo entonces un Federer que llevaba tres finales de Grand Slam consecutivas cayendo ante Nadal. Las lágrimas de 2009 fueron de tristeza e impotencia ante un Nadal que prácticamente cada vez que salían a una cancha lo martirizaba. Las lágrimas de hoy fueron de alegría, de liberación.

Roger Federer ofrece entre lágrimas el trofeo al público australiano | Michael Dodge/Getty Images

Ver a Federer ganar, disfrutar y deleitando en la cancha central de un Grand Slam no es ninguna novedad, pues ocurrió de forma ininterrumpida durante muchísimo tiempo. Lo llamativo es que lo consiga con 35 años y justo después del período de inactividad más largo de su carrera.

Hay un dato que sirve para conocer la relevancia de lo que consiguió Federer hoy: sólo hay un tenista en la historia de la Era Open, Ken Rosewall, que ganó un Grand Slam con más años que el suizo. Aquello fue en los años 70.

Federer llegó a Australia sin competir desde julio de 2016, cuando puso fin a su temporada por una lesión de rodilla. Fueron 192 días sin jugar un partido oficial, por lo que había muchas dudas sobre qué nivel podría desplegar tras tan larga ausencia y en un torneo tan importante y exigente físicamente. Las condiciones de calor, cinco sets y cancha dura, la más nociva para las articulaciones, no eran quizás las propicias. Y como llegaba como número 17 del mundo, el cuadro se le presentaba tremendamente exigente.

Cuando todo el tenis apuntaba a ese cambio generacional, cuando la ATP se empeña en publicitar a bombo y platillo a esa «Next Gen», fue Federer, uno de los «abuelos» del circuito, el que alzó la copa al cielo de Melbourne. El cambio generacional deberá esperar, porque Federer es un tenista que se resiste al paso del tiempo, un tenista que parece infinito.

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