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El destino une y separa

El destino los unió. Como el que une dos puntos que están,
inexorablemente, abocados a encontrarse. Él soñaba, desde que ya de pequeño
vestía la camiseta rojiblanca, con jugar en el Atlético de Madrid. Mientras, el
Atleti deseaba un jugador de sus características. El potencial que se imaginaba
a Yannick Carrasco cuando llegó al Vicente Calderón no parecía tener techo.
Jugador eléctrico, volcánico. De esos que juegan subidos en una moto. Inquieto
e indefendible. Futbolista individualista y regateador por naturaleza. El caos
dentro de la perfección táctica del equipo de Simeone.

El destino, también, los separó. Como el que se encuentra
encallado en una relación por compromiso. “La quiero”, se dice en voz baja. O
“la quiero querer”, se corrige mentalmente. Dos años después de su llegada, la
evolución que se le antojaba quedó embarrada y atascada. En nada. El belga
demostró, a cuenta gotas, que centrado en el fútbol y en lo que hay a su alrededor
era un futbolista temible. Pero no quiso serlo. O igual no pudo, nunca lo
sabremos. La realidad es que las expectativas se comieron a Yannick. Cuando
alcanzó el estatus de estrella del equipo, y fue considerado como el crack que
estaba siendo, se recreó en un título de paja y se olvidó de lo más importante:
el balón. Y no porque no supiese jugarlo, que sabía. Si no porque no quiso
jugarlo para con sus compañeros, que son el fin del alza de cualquier jugador a
la cima del fútbol.

Entre medias, Yannick Carrasco dejó muchos quilates. Regates
que ni soñaríamos con intentar, goles que decidieron partidos, goles que
decidieron partidazos… Le vimos marcar un hat trick, correr la banda del
Vicente Calderón y ser el segundo jugador en marcar en el Wanda Metropolitano.
Le hemos visto echarse el equipo a la espalda y también intentarlo sin suerte.
Pero intentarlo, al fin y al cabo. También, cabe decir, le hemos visto apático
y desentonado. Abandonar el campo andando con el equipo teniendo que ganar un
partido. Le hemos visto enfadado por un cambio y le recordamos innumerables
acciones de puro individualista. “El ego al servicio del grupo”, norma básica
del cholismo, nunca casó con él.

También le vimos, y con esto termino, haciéndonos felices.
Al menos durante un ratito. Sus minutos en la final de la Champions League en
Milán fueron apoteósicos. Nunca vi nada igual. Una actuación que merecía el
título. Lo de menos fue el gol, aunque había que estar ahí. Cogió a un Atleti
atragantado y hundido y empezó a correr hacia delante. Tuvo el partido en sus
piernas. Los defensas de blanco no sabían por donde les venía. Tampoco pararle.
Así que utilizaron todas sus artimañas posibles. Faltas, faltones y auténticas
salvajadas de entradas. Lo aguantó todo, incluso contragolpes donde se
levantaba de faltas alevosas. Sólo le pudo salvar el silbato del árbitro. La
historia acabó mal, de acuerdo. Pero regaló a los atléticos unos momentos con
los que no contaban. Como los minutos que fueron desde el gol de Godín al de
Sergio Ramos en Lisboa.

Ahora se marcha a China. Sólo él sabe por qué y para qué. Lo
que cuenta no me lo creo, como no me creo el precio que se ha fijado en su
venta. El destino une y separa, empezaba diciendo. Sin embargo, ninguna fuerza
es lo suficientemente grande como para hacernos olvidar que, por alguna razón,
una vez algo nos hizo felices. Hasta siempre Yannick. 

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