Fútbol Español

Diego Cervero, el mito hecho con barro

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“Todo era un erial desolado y sin límites. Sobre el caos, descansaba la inmensidad. […] Nada había en pie en el silencio de las tinieblas. Entonces, la luz se hizo entre lo increado, se vació la tierra y se apartaron las aguas de los lugares bajos para poder ser labrados, pues de los frutos cosechados vendrán los futuros pobladores”.

A miles de kilómetros y años de distancia de donde quedó escrito el Popol Vuh, el libro de relatos y mitos creacionistas del pueblo maya de los quichés entre los que se incluye el hombre de barro, un estudiante de medicina ovetense de apenas veinte años se calzaba por primera vez las botas para debutar en Tercera División con el equipo de su ciudad, de su alma y de su vida. Era septiembre de 2003.

El Real Oviedo había descendido dos veces. En el campo, a Segunda B. En los despachos, a Tercera. Una situación que le condenaba a desaparecer debido a las denuncias de la plantilla por impagos unidas a la creación de un club engendrado desde el propio ayuntamiento de la ciudad que trató de apropiarse de su estadio, de su historia, de sus colores y de sus hinchas para hundir al Oviedo en el vapor del recuerdo.

La desbandada de jugadores fue total y con ella, se evaporó también gran parte de la maravillosa cantera de del Requexón (Mata, Cazorla, Adrián…). Sólo quedaron en pie los aficionados que consiguieron salvar la vida de su equipo y la suya propia y algunos de los futbolistas de las categorías inferiores que tenían que cargar de improviso con la responsabilidad del club en sus espaldas. Entre ellos, claro, Diego Cervero.

El nueve impetuoso, espontáneo, brusco y fortachón, sin demasiado talento en unas botas despojadas de fosforescencia pero con el gol al primer toque, la fe y la pasión clavados en la garganta y un espíritu a prueba de bombas surcado cada domingo en el barro de los estadios que el histórico Oviedo tuvo que visitar por primera vez en su historia: Pumarín, Siero, Noreña, Navia, Grado… Equipos de pueblo y barrio que siempre habían mirado al Oviedo desde el subsuelo y ahora le plantaban cara de tú a tú en unos lodazales sin gradas que suponían un escarnio.

“No sé si podré llevar a este equipo a Primera por mi calidad pero lo que tengo muy claro es que hasta que el Oviedo no suba a Segunda B o me muero o yo de aquí no me marcho, por mi madre y por mi padre”. La frase de Cervero tras no poder salir del pozo a las primeras de cambio en el playoff ante el Arteixo fueron la primera piedra para su conversión definitiva en símbolo después de salir a hombros del Tartiere pese a la debacle. Y cumplió, pues el ascenso se produjo el curso siguiente ante el Ávila en una temporada en la que Diego Cervero marcó 18 goles sin ser un habitual.

La falta de continuidad se acució con el regreso a Segunda B donde, pese a ser ya el capitán, no contó con minutos y fue apartado hasta salir obligado del equipo. Una probatura en el Oldham de la League One, el Marbella y el Lealtad de Villaviciosa en un mismo año fueron sus destinos antes de regresar a casa una campaña más tarde después de la desastrosa nueva caída, esta vez sólo deportiva, a Tercera.

Todo un mazazo pero Diego Cervero se echó otra vez el equipo al hombro y fue el pichichi de su grupo en la cuarta categoría del fútbol español pero el Oviedo, entrenado entonces por el Lobo Carrasco, fue un estrépito a pesar de rozar la remontada y el ascenso -ya sin el tertuliano deportivo en el banquillo- ante el Caravaca tras perder por 4-1 en la ida. Un logro que se materializaría en la tanda de penaltis ante el Mallorca B al año siguiente en una temporada en la que Cervero convirtió nada más y nada menos que 35 goles para erigirse como el Torpedo Müller del fútbol de catacumbas nacional.

La intención del delantero era renovar por tres años, ya que tenía en mente realizar el MIR de no poder conseguir esa duración de contrato pero el Oviedo, de nuevo inmerso en líos perpetuos por parte de sus directivas incendiarias, no se los ofreció y Diego Cervero se marchó a la recién creada UD Logroñés para ser de nuevo máximo goleador, esta vez del grupo II de Segunda B, en dos de sus tres años en Logroño. Mientras tanto, el club carbayón continuaba acumulando decepciones y patinando en sus intentos de conseguir el ansiado regreso a la categoría de plata.

En el verano de 2012, el hijo pródigo regresaba de nuevo pese a tener otras jugosas ofertas sobre la mesa, entre ellas la del Alavés. Sin embargo, el Oviedo volvió a estrellarse. En esta ocasión ante el Eibar que subiría después a Primera con la misma base de jugadores. Al año siguiente, el club repitió el enésimo fracaso rotundo con una plantilla para ascender que no logró acceder a los playoffs ya con la inversión y la ampliación de capital liderada por el grupo CARSO y la gestión en primera persona de Arturo Elías materializadas.

Llegó Sergio Egea al banquillo y con el técnico argentino también aterrizaron nombres de postín para la categoría que hicieron que Cervero pasase a ser definitivamente un mero jugador revulsivo que la mayoría de las veces ni siquiera entraba en las convocatorias. Pero no iba a ser él quien alzase la voz -compañerismo y oviedismo en vena- y se rebelase en contra de su escasez de oportunidades. Menos aún, con el ascenso en un punto de mira más calibrado que nunca.

Pese a sus pocos minutos, Diego Cervero era el único de la plantilla que sabía lidiar con la agonía, el único con la experiencia de enfrentarse a la inquietud casi histérica de una atmósfera de infarto en la que cada ataque rival vislumbraba la posibilidad real de volver a caer del fino alambre por el que se caminaba. Era el único capacitado para manejar la presión a mil pulsaciones por minuto y lo demostraría para culminar la hazaña.

Llegó el partido ante el Cádiz tras una fase regular sin mácula. Una eliminatoria que más que el ascenso, valía el comienzo de una nueva existencia tras doce años de redundantes penurias. Y todo comenzó, como siempre, del revés. El Cádiz parecía que iba a llevarse un 0-1 del Tartiere casi imposible de levantar hasta que Diego Cervero saltó al campo para darle vida a su equipo con un cabezazo de esos que no se olvidarían ni en tres vidas y sin el cual el Oviedo hubiese tenido que quedarse al menos otro año más en Segunda B.

No podía ser otro que el tercer máximo goleador histórico del club, con 141 goles, tras Lángara y Herrerita, quien alzase sus botines por encima de su propio techo para inflar la red y la creencia de todas las almas azules para hacer que no volvieran a resquebrajarse. El Oviedo puso fin en el Carranza a la historia de resurrección comenzada en 2003, cuando Diego Cervero debutó. Un renacimiento inconcebible si su particular ave fénix, convertido en un mero recurso desesperado, no hubiese saltado entonces al campo para realizar el gol que siempre será el del ascenso aunque no lo fuese realmente.

Sin aquel tipo de patillas de palmo y medio, tosco tronco y fútbol áspero nada hubiera sido posible. Y si Diego Cervero no hubiese entregado a la causa sus mejores años para regalárselos a todos aquellos que lo vieron en directo, con los calzones de un color inapreciablemente blanco por la tierra húmeda y abrazándose a ellos celebrando todos y cada uno de sus goles para despertar las emociones más sentidas que jugador y afición vivirán jamás; nada hubiera sido igual de titánico.

Qué loco está este tío pero cuánto le quiero es exactamente lo que muchos oviedistas nunca dejarán de sentir por Cervero. Una estima que va más allá de la idolatría y la gratitud y que se viste de la veneración que se tiene por el propio equipo. Y es que aunque el Oviedo vaya a regresar más pronto que tarde a Primera y tal vez algún día logre volver de paseo por Europa, nada podrá compararse a estar jugándose la vida o la muerte en cada partido y contar en tus filas, desfibrilador en mano, con el Doctor Gol siempre preparado para revitalizar las constantes azules a través de su figura de hombre capaz de traspasar paredes a cabezazos por pura lealtad, de futbolista corriente pero ídolo extraordinario y mayúsculo, de esos que ya no quedan en ningún lugar.

Pasarán los años y se seguirán viendo camisetas del Real Oviedo con el nombre estampado de un futbolista que nunca llegó a marcar un solo gol en el fútbol profesional y que nunca aspiró ni siquiera a debutar en Primera. Y es que allá donde pueda leerse orgullo, valor y garra en un futuro se leerá, aunque no esté escrito, el nombre de Diego Cervero. El inolvidable tótem, el que hubiese protegido y representado el orgullo aunque el Oviedo hubiese bajado a Regional Preferente, la leyenda a quien le cambiaron la despedida con honores de estado que merecía por un rácano e injusto comunicado para anunciar que no contarían con él nunca más sobre el terreno de juego.

Uno de los momentos más sorprendentes y emocionantes que he vivido en un estadio es observar y escuchar a todo el Carlos Tartiere celebrar un cambio como si de un gol se tratase, simplemente porque quien salía al terreno de juego era la fe vestida de jugador del Real Oviedo, era la chispa que incendiaba la maltratada pero inquebrantable esperanza carbayona, era el propio Real Oviedo personificado.

Hoy el Oviedo está asentado, tiene un proyecto ambicioso, con Fernando Hierro al frente, destinado a volver a la élite y una economía estable para asentarse en ella sin temores ya pretéritos pero nadie olvidará nunca de dónde viene, desde dónde ha renacido sin rehacerse y quién fue el que por encima de todos los demás se dejó el corazón entre la negrura de los oscuros años manchados de un barro que parecía indeleble y que se mezclaba cada año con las lágrimas de la impotencia.

Fue él. El rudo nueve desgañitado moldeado con el lodo de los patatales de Tercera, el futbolista hincha… Fue él el que siempre estuvo para dejarse el alma en todos los frentes, el que tuvo que irse dos veces para estar tres y el que dio vida a una afición de categoría que vivía en la maldita desgracia y con la miel en los labios permanentemente convertida en amarga hiel a cada final de temporada. Fue él quien estuvo en los buenos momentos siendo más decisivo que ningún otro pero el que, sobre todo, nunca falló en las peores circunstancias.

Si los aciagos malos tiempos del sufrimiento más doloroso se recordarán con una media sonrisa por parte de los pobladores del Tartiere a partir de mañana, ya sin que Diego Cervero pueda saltar en algún momento al césped para el delirio de la grada, es que estarán evocando al ídolo golpeándose el pecho tras gritar un gol tan feo como valioso o recordándolo en calzoncillos, desatado, bengala y micrófono en mano en plena celebración de un ascenso o con el escudo del Real Oviedo siempre encerrado en su puño como si la vida del club pendiese de que él y sólo él no dejase de apretarlo y preservarlo con toda la fuerza de su mano. Porque eso es exactamente lo que una vez sucedió y así fue -escrito está en la memoria- cómo el hombre de barro se convirtió en mito eterno.

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