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Cosas chingonas

En junio de 2015, apenas unos
meses antes de la llegada de Juan Carlos Osorio a la selección mexicana, ‘El
Tri’ cayó derrotado en un amistoso por 2-0 frente a Brasil en el anterior
precedente entre ambos equipos. Tres años después, la canarinha ha
apeado a los norteamericanos del Mundial por ese mismo resultado, alargando
otros cuatro años más, por séptima vez consecutiva, la agonía azteca del
inalcanzable quinto partido en una Copa del Mundo. Los resultadistas más
cerriles tienen aquí el argumento perfecto para sus teorías, pero si realmente
piensan que nada ha cambiado futbolísticamente en México es que no han
entendido casi nada de lo que ha supuesto el ciclo del entrenador colombiano al
frente del gran dominador de la CONCACAF.

Ante Brasil en Rusia, México
demostró, desde su condición de selección pequeña en la historia de los
Mundiales, ser grande ante la más grande. Grande en juego, en voluntad y en
aspiraciones. Ser grande y querer ser grande. Tal y como dijo Chicharito
Hernández antes de la cita mundialista, por qué no iban a poder imaginarse “cosas
chingonas, carajo”
, si sus sensaciones, sus ambiciones y sus atributos
futbolísticos colectivos invitaban claramente a los propios jugadores a pensar
en ello. Por qué no si eran ellos mismos los que estaban absolutamente
convencidos y tenían argumentos sólidos para poder hacerlo. “Por qué no”.
Cosas chingonas como la que México logró ante Alemania, como la que Osorio ideó
ante Brasil.

México saltó al césped del Samara
Arena dispuesto a tomar de la pechera a la pentacampeona, a disputarle el
acceso a los cuartos de final de tú a tú. A través de una presión adelantada,
de transiciones rápidas en campo contrario y de un gran aplomo con el balón en
la gestación de esos ataques cortos, los mexicanos empotraron a los de Tite en
su mitad del terreno de juego y los obligaron, durante 25 minutos excelsos, a
reducirse a su propia área, anulando además sus fulgurantes salidas con una
tremenda capacidad de recuperación. Osorio introdujo de inicio a sus extremos a
pie natural, como matiz para favorecer el despliegue ofensivo, estirar la
defensa del balcón del área por parte de los brasileños y abrir opciones
interiores, en una nueva demostración de adaptación permanente al rival, de
flexibilidad táctica entendida siempre desde un enfoque ambicioso. Ante Brasil
había que evitar ser dañado, claro, pero ideando y buscando constantemente las
vías para también dañar y, consecuentemente, paliar así, en la medida de lo
posible, el gigantesco potencial para generar peligro del rival.

El plan de México consistía en el
acierto constante en la toma de decisiones en el último tercio, donde Vela
asumía el rol de playmaker y decisor. Un plan agresivo, en el que
cada mala decisión conducía a una transición que requería de una suerte de
epopeya defensiva y de alguna de las ya míticas manos heterodoxas de Memo
Ochoa, allí donde la solidez del ‘Tri’ dista bastante de ser considerada de
élite. El único plan posible para derribar al campeón primero, como ya hizo, y
al aspirante número uno después, pasaba por dominar el escenario de partida,
por sufrir haciendo sufrir, por desplegar abiertamente sus cartas para lograr
la ventaja inicial. Por llevar las riendas del marcador para manejarse con
ventaja estratégica y pasar a jugar con la creciente agitación de Brasil
viéndose por debajo con el paso de los minutos, para entregarse entonces a una
actitud contragolpeadora con la que poder asestar una segunda cornada, buscando
a los extremos al espacio, nuevamente a pie cambiado, tal y como llegó el gol
de Hirving Lozano ante Alemania. Pero para todo ello era necesario no fallar
arriba.

México desplegó toda la
personalidad de su técnico, ejemplarizada especialmente en la figura de un
Andrés Guardado totalizador, pero el gol no llegó. De todas formas, en la idea
de Osorio ya estaba devolver a sus extremos a su posición original, más aún
tras no haber conectado bien con la segunda línea ofensiva entre líneas en las
inmediaciones del pico derecho del área de Brasil. A pesar de los esfuerzos organizativos
de su capitán, la presencia de Héctor Herrera en ese contexto, con la amenaza del disparo o del envío al espacio en
busca de Lozano, fue escasa debido a la mayúscula influencia de Miranda y sobre
todo de un imperial Casemiro en esa zona. Osorio preponderó entonces la vuelta
a una verticalidad más alejada para contener el empuje de una canarinha
que, antes de la media hora, ya se había dado cuenta de que esta vez tenía
que agarrar el partido a base de dominio y no de demoledoras transiciones si no
quería que este se le escapase. Y Filipe, Coutinho y Neymar a los mandos por el
perfil izquierdo hicieron que todo el equipo se remangase para darle vuelta al
choque de forma contundente.

Brasil no es un equipo horizontal
y paciente como Alemania y, además, estaba dispuesta -ya sin España, Alemania,
Cristiano o Messi en el horizonte- a dejar patente que los favoritismos existen
por algo, dispuesta a salvaguardar el statu quo de la calidad y el
potencial diferencial que manejan los equipos que ya saben lo que es levantar
al cielo una Copa del Mundo. Ahí estaba el reto redoblado para México. Layún
entró al descanso por Márquez, titular para asentar la base de la creación y
para lanzar eventualmente a los atacantes en largo, con el objetivo de liberar
al amonestado Edson Álvarez de la marca o del calvario, según se mire, de un
Neymar que iría progresivamente acumulando en sus pies cada ataque brasileño;
de resistir mejor física y defensivamente en los seguimientos y en las ayudas;
y de contar asimismo con un segundo estilete, tras Lozano, con el que percutir
en la zaga verdeamarela, como ya demostró poder hacer el sevillista ante
Alemania, aunque sin acierto de cara a puerta. Esta vez, Brasil no le iba a
permitir ni siquiera intentarlo.

Osorio tenía todo medido al
milímetro, sin embargo, el propio Neymar se encargó, poco después del descanso,
de inventar primero y de materializar instantes después la ventaja brasileña,
justo cuando Jesús Gallardo había gozado en la acción previa del tipo de
acciones ofensivas claras que buscaba su entrenador y que tanto necesitaba. Una
de esas que México no podía permitirse el lujo de desperdiciar para conseguir
el partido que querían y que su seleccionador tenía en la mente y en la pizarra
desde su génesis. Brasil había pasado a ver el partido con el viento de cara
que él mismo había soplado y empezó a desplegar sus brazos y a sacar desdobles
permanentes en campo contrario como Hydra sus cabezas al tratar de ser
aniquilada por sus enemigos, erigiéndose en lo que realmente es: un equipo muy
difícil de defender para cualquiera que no maneje las artes de un efusivo
bloque bajo. Tite dispuso un 4-4-2, con Neymar acompañando a Gabriel Jesus, y
dejó los carriles intermedios para sus dos estiletes: Coutinho y un Willian que
se convirtió en una auténtica pesadilla con su dinamismo y electricidad.

Cualquier otro rival, con una
inferioridad de medios tan manifiesta y tras haberse truncado la fuerza
original de sus intenciones, hubiese cedido metros, perdido el norte o incluso
capitulado. ‘El Tri’ regresó al plan A, pero con Brasil, ahora sí, con el
escenario predilecto ante sus ojos y preparado para defender férreamente por
dentro y correr hacia adelante. Obligada a defenderse abajo, el segundo
escenario que no deseaban tras una Brasil que lograse explotar los espacios,
México tenía que asumir riesgos. No quedaba otra. Osorio dio entrada a Jonathan
Dos Santos en busca de reforzar una propuesta ofensiva más posicional, tal y
como exigía el guion, pero esta enseguida se tornó en puro empuje desordenado.
México ya no aspiraba a robar arriba, con Willian y Neymar desquiciando sus
intentos defensivos de anticipación, y sus ataques, pese a los esfuerzos del
hombre-sistema Guardado -el mejor mexicano de este Mundial junto a Ochoa- para
ordenar a su equipo en campo rival cada vez que tomaba allí el balón, fueron
cada vez más deslavazados, destinados casi exclusivamente a la búsqueda de los
uno contra uno de Lozano o del cabezazo salvador de Raúl Jiménez en el área
ante dos tótems en un momento de forma espléndido como Thiago Silva y Miranda.

Pese a que nunca cejó en su
empeño, la mejor selección que hemos visto hasta la fecha en este Mundial fue
demasiado para una México que, sin embargo, nos regaló una propuesta inicial y
un partido digno de una final, pero que se despide de la Copa del Mundo
arrastrando el gran debe, junto al patinazo ante Suecia, que ha dejado en
Rusia: la pausa diferencial y la conversión de las ocasiones de peligro
construidas desde su sobresaliente idea de juego en zona de gol. Justamente ahí
y quizá “solo” ahí es donde más se ha notado la diferencia mexicana respecto a
un aspirante real al cetro mundial. En todo lo demás, y aunque rayando en los
mismos límites de sus posibilidades, México ha sido pura élite futbolística del
torneo, aun sin realmente serlo. “Imaginemos cosas chingonas”,
proclamaba Chicharito antes del Mundial. Una de ellas ya no hace falta
imaginarla. Y no porque México ya haya sido apeada del torneo, sino porque ya
la hemos vivido. Porque esta México ha sido una de esas cosas chingonas que le
pasan cada cuatro años a un Mundial, aunque haya vuelto a caer en el cuarto
partido.

Sevilla. Periodista | #FVCG | Calcio en @SpheraSports | @ug_football | De portero melenudo, defensa leñero, trequartista de clase y delantero canchero

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