Síguenos de cerca

Baloncesto

Así fue como el baloncesto y la NCAA robaron mi corazón

Soy nacido en el año 1981, y mi curiosidad por practicar deportes vino impulsada gracias a mis vecinos de edades similares, ya de bien pequeño. Vivíamos sin saber lo que eran las redes sociales y nuestros esfuerzos se centraban en derrotarnos en un parque situado entre los edificios donde residíamos. Fútbol, voleibol, tenis, beisbol, pelota vasca… todo tenía cabida en nuestro particular pabellón. Pero hubo un deporte que poco tardó en robarme el corazón: el baloncesto.

Esto provocó que, rápidamente dicho parque se quedara pequeño para su práctica, así que, seguidamente mis padres me apuntaron en un equipo federado para competir contra chicos de toda Catalunya. La primera experiencia fue grata, aunque me llevé bastantes broncas por que ya demostraba mis dotes por obviar aspectos defensivos.

Estaba creciendo y mi intriga por el baloncesto comenzaba a ir más allá de la ACB. Este hecho se cimentó porque oí hablar de unos extraterrestres, que jugaban en la otra orilla del charco, los cuales disputaban partidos de 48 minutos, divididos en cuatro cuartos, repletos de jugadas inimaginables, empleadas a la velocidad de la luz.

Fue entonces cuando un fin de semana, mi padre me grabó el programa Cerca de la estrellas, que dirigían sabiamente Ramón Trecet y Esteban Gómez. Claro está, la visualización de dicho programa (y los siguientes), me cambiaron la vida en mi afán de deleitarme con un baloncesto más espectacular.

Durante esos años, en el equipo donde jugaba, me llegaban nuevas reprimendas, esta vez por realizar constantemente pases sin mirar o por detrás de la espalda. Un tal “Magic” tenía la culpa. Empezaban los 90 y ya consumía todo lo que ofrecía en ese momento la televisión, respecto a la NBA. (algún día debería ordenar todas las cintas VHS que tengo, con cortes y montajes que hacía en mi casa con mis dos vídeos).

Y no muchos meses después, recibí la inmensa alegría de saber que estas estrellas inalcanzables iban a aterrizar en mi ciudad, Barcelona. ¡el “Dream team” disputaría los Juegos Olímpicos del 92!

Iban sucediéndose sus partidos y estaba extasiado por completo, me acostaba cada noche repasando las mejores acciones que habían realizado: que si el pase de aro a aro de “Magic”, que si el mate de Jordan, que si el tapón de Robinson, que si el contraataque de Drexler, que si los piques de Barkley, que si las mecánicas de tiro de Bird y Mullin… ¡estaba viendo a toda esta retahíla de estrellas y a una hora razonable para un mocoso de once años!

Y tras la infinita pesadumbre de ver finalizar los Juegos Olímpicos, fue cuando mi curiosidad por el baloncesto quedó varada, suponiendo que no habría nada que me gustara más que la N.B.A. Y cuanto equivocado estaba, dos años después del “USA Team” tuve la oportunidad de ver la final de una liga que desconocía por completo y de la cual, esta vez, no había oído hablar casi nada ¿adivinan cuál? Efectivamente, la NCAA. Ya me empiezan a faltar las palabras ante la emoción de volverlo a recordar.

Dicha final la disputaban una tal Duke contra una tal Arkansas. Ya les puedo asegurar que tardé unos cinco minutos en recibir un flechazo en el corazón, mucho más fuerte comparado con el que recibí años atrás, proveniente de la competición en la cual combatían los extraterrestres anteriormente nombrados.

Aquella noche la cosa era que, unos tales Antonio Lang y Cherokee Parks tiraban del carro de los Blue Devils pero que la estrella del equipo se llamaba Grant Hill, y que por parte de los Razorbacks, participaba un Corliss Williamson que era una bestia parda, alimentada de los pases de sus compañeros Scotty Thurman y Corey Beck, todos anónimos para mí. Ganaron los segundos por 72 a 76, dejándome el duelo una sonrisa de oreja a oreja.

Grant Hill en Duke | Getty Images

Grant Hill en Duke | Getty Images

Al día siguiente ya empecé a indagar sobre esta competición repleta de chavales que lo daban todo para cumplir sus sueños deportivos, y con el paso de los años mi satisfacción no encontraba límites alrededor de estos estudiantes situados en la punta de un trampolín muy fino. Qué manera de correr, de presionar a toda pista, de luchar cada balón, de dejarlo todo sobre el parqué, de saber que tienes una media de treinta y cinco partidos por campaña y que en cada uno de ellos, hay mucho, o más, en juego. También era la ecuación que se planteaba alrededor de estos descarados. Me refiero a la de intercalar su pueril experiencia, con el basto seguimiento mediático que soportaban, digno de la propia N.B.A. Todo iba sumando, como conocer el mecanismo del Draft, bendecido por unos pocos y detestado por tantos y tantos.

Se completaba un cúmulo de circunstancias que me llevaron a decir a todo aquel que estaba en mi alrededor, que mi liga favorita -sin lugar a dudas- era la liga universitaria norte americana. Como podrán imaginar, algunos de los receptores de esta afirmación, la recibieron con cierto estupor y desconocimiento.

Es por eso, que mientras dure la competición que arrancará en pocas fechas, hablaré de equipos que resultaron ser capitales y me han acompañado en mi camino, con el paso de los años, y que incluso me llevaron a convertirme en entrenador, para así poder plasmar esa filosofía a los pupilos que dirigía.

Comparte la notícia

No te lo pierdas

Más sobre Baloncesto