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Algo que amar entre todos

Mientras apuro el segundo café
del día, miro al fondo de la cafetería a la que acostumbro a venir. En un
rincón, un niño de apenas un año juega feliz con una pelota de peluche. Entre
risas, intenta cazar el esférico tras lanzarla contra la pared una y otra vez.
La madre (o tía, o prima… la verdad que no lo sé) acompaña su juego con
relativa distancia, atenta por si en alguno de los lances la pelota o el chaval
no se pasen de impulso y el juego acabe abruptamente.

No puedo evitar mirar pasmado,
como casi siempre que los niños y un balón forman parte de la escena. Es un
viejo vicio observar la innata atracción magnética que todos los niños tienen
(y hemos tenido) con un balón. Sin saber reglas o límites, lo de experimentar
con la esfericidad del artilugio es casi animal. No sé tampoco en qué momento
de la película elegimos hipotecar la simpleza de la redondez por la dureza, el
peso o la forma de la bola, eligiendo, con esa preferencia, un conjunto de
reglas que definan juegos o movimientos distintos. Vamos delimitando incluso
dónde o cómo jugar. Elegimos las reglas mediante las cuales pasamos de un
juego, a un deporte y, de ahí, a competir: “Yo me doy más toques”, “yo disparo
mejor”…

Ignoro lo que en un momento dado
nos empuja a acoger esas normas y seguirlas como el chaval de la cafetería, en
su rincón, sigue el bote de su pelota. Quiero pensar que, bien por influencia o
por preferencia, nos quedamos con el conjunto de normas en el que mejor nos
sentimos. Es curioso, porque mirando a este chaval jugando con su pelota, se me
pasa por la cabeza un pensamiento tierno y probable: amar un deporte nos enseña
que no somos sino niños grandes, intentando extender nuestra infancia jugando
con la pelota que nunca queremos abandonar.

De vuelta a la cafetería, paso a
ser yo el niño que fantasea con la pelota. Y como yo, tantas otras personas que,
a través de su pasión, siguen unidas a ese balón y a esas reglas. Creo
firmemente en la posibilidad de no crecer a la sombra inocente de un balón que
nos sirva como excusa para seguir aprendiendo, amando y luchando, por seguir
viviendo para ese juego. Creo además en ese sentir mutuo que nos hace quedarnos,
como Peter Pan, en el “País de Nunca Jamás”, creyendo a pies juntillas que el
fútbol nos hace más libres. Compartiendo en 90 minutos, risas, llantos y
felicidad, luchar contra los elementos, la suerte y nuestro propio físico. Hoy,
con un Mundial a las puertas, el fútbol nos hace creer que, durante escasos dos
meses, en un país elegido de entre todos los de este extraño mundo, que a veces
nos empeñamos en destrozar con guerras, prejuicios y odio, es posible estar
unidos. Es posible compartir un objetivo. Algo que amar entre todos.

Es posible, después de todo, creer
que existe aquello que nos une a todas las personas: querer ser siempre niños,
para jugar con nuestra pelota.

Valladolid, 1988. Social media. Periodismo por vocación y afición. Con el fútbol como vía para contar grandes historias. Apasionado del fútbol internacional y "vintage".

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