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A Neptuno se llega por Zorrilla

Si uno va caminando tranquilamente por el Paseo del Prado, habiendo salido en Banco de España y dirección Neptuno, el último desvío antes de llegar a la fuente del dios del mar tiene un nombre curioso: Calle Zorrilla. Es el único escollo que existe para acceder al lugar de culto donde el Atlético de Madrid celebra sus títulos desde hace varias décadas. Casualidades de la vida, o no, será en el estadio José Zorrilla, conocido en el día a día solo por el apellido, donde el Atlético se deberá batir el cobre para cantar el alirón.

Y es así, porque el Atlético volverá a depender de sí mismo para salir campeón. Si gana, no importa lo que pase en el otro partido. Los tres puntos ante Osasuna, en un ejercicio de fe inquebrantable ejemplificado en Suárez, vuelven a poner al equipo rojiblanco en lo más alto, aunque por momentos se vieron los fantasmas del pasado. “Cuando vine aquí sabía que iba a sufrir, pero no me imaginaba que tanto”, afirmaba el charrúa a final de un partido que pudo acabar 4-0 pero que terminó 2-1 y gracias. El uruguayo no se explicaba cómo, en una superioridad manifiesta y con la única deuda de la puntería ante un Osasuna que apenas había comparecido, el Atlético iba cayendo por 0-1 en el minuto 81. Primero Lodi y luego el propio Suárez, al borde del descuento, desataron la locura en cada salón y cada pasillo de cada hogar rojiblanco.

“Hemos entrado en la Zona Suárez”, decía Simeone en la previa, poniendo toda la responsabilidad en su hombre más experimentado en este tipo de escenarios, el jugador de la plantilla que más títulos ha levantado y el que necesitaba un empujón por estar en entredicho en las últimas jornadas por su sequía goleadora y su aparente carencia de frescura física. Y Suárez vivió las dos caras de la moneda y representó sobre el césped del Metropolitano el ‘Nunca dejes de creer’. Porque el ‘9’ de Uruguay las tuvo de todos los colores. Falló dos manos a mano, muy cerca estuvo de conectar un taconazo con la pierna mala y estrelló un balón en el palo a un metro de la portería cuando lo había hecho todo bien. A veces más error suyo que acierto de Sergio Herrera, a quien se le estaba poniendo una cara de Willy Caballero inaguantable, el Atlético era incapaz de adelantarse en el marcador y no lo hizo hasta que el cuarto árbitro mostró la tablilla con el descuento de la segunda mitad.

El gol de Fernando Correa ante el Gimnástic que bien valió un ascenso; el remate de Diego Forlán en Anfield y los dos posteriores en Hamburgo; el cabezazo de Godín en el Camp Nou y la aparición de Luis Suárez cuando todo estaba perdido para traer nuevamente el éxtasis a una Liga que ya es de dos. ¿Cómo no va a querer el aficionado Atlético a Uruguay si algunos de los mejores recuerdos de su época reciente están directamente relacionados con muchachos de aquel país? Luis, además, obtuvo premio doble, llegando a las dos decenas de goles en Liga que le permiten llevarse a final de temporada un jugoso bonus por objetivos y poner un millón más en su zurrón.

El domingo en el Metropolitano no jugó el Atleti. Jugó su himno, jugaron sus lemas. Me mata, me da la vida. Qué manera de subir y bajar de las nubes. Nunca dejes de creer. Fuera, también. Más de 5.000 aficionados se dieron cita antes, durante y después del duelo, llevando al equipo en volandas. Se les escuchaba en la retransmisión por la televisión… Y les escuchaban los propios jugadores, anonadados por el ruido que hacían los suyos. Las lágrimas de tristeza se tornaron en llantos de alegría. Los abrazos de desesperación, en sonrisas cómplices de alivio y esperanza. El equipo que vive del partido a partido y lo proclama como su lema por los cuatro costados desde hace casi una década ha llegado, por fin, al último partido. No hay nada más allá de eso. Valladolid. Pucela. A Neptuno se llega por Zorrilla. 


Imagen de cabecera: ImagoImages

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